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Columna de opinión: Contra la propaganda constitucional

Puede que la tarea hoy consista no en atraer a la gente hacia el proyecto constitucional, sino en informarle del proceso, contarle con la mayor objetividad posible de qué se trata e invitarla nada más a pronunciarse llegado el día del plebiscito.

14 de Julio de 2023 | 08:35 | Por Carlos Peña
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El rector de la UDP, Carlos Peña.

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Pareciera que el debate constitucional está condenado a desenvolverse en medio de una paradoja: nunca se hace más necesaria la reflexión que cuando él se inicia; pero o los ánimos están encendidos e inflamados (como fue en la pasada Convención) o están apagados e inanes (como parece estar ocurriendo ahora).

En ambos casos la reflexión amplia e informada brilla por su ausencia.

Durante la pasada Convención se quiso encender los ánimos y el entusiasmo de la gente a través de la técnica propagandística más obvia y más antigua que se conoce: asociando la Carta Constitucional a los deseos insatisfechos e incluso a las fantasías de las personas. En los momentos finales se abrigaron esperanzas de que el listado de derechos sociales podría, como un último y vigoroso empujón, atraer las voluntades más renuentes. E incluso el Presidente firmaba autógrafos en esos ejemplares hoy día olvidados (¿dónde estarán esos miles que se imprimieron y se voceaban en la calle como la buena nueva?) como queriendo de manera inconsciente se le asociara como autor de su contenido. Pero el empleo de esos entusiasmos propagandísticos casi siempre acaba en un engaño o envuelve a la gente en una fantasía y se parece, por eso mismo, a esas propagandas que promueven un dentífrico aseverando que por arte de birlibirloque quien lo emplee adquirirá de pronto una sonrisa de perlas. El consumidor del dentífrico o pronto descubre que se trataba de un engaño (y arroja lejos el dentífrico y maldice la propaganda) o lo cree y anda por la vida mostrando su sonrisa apagada y llena de sombras (creyendo, sin embargo, que ella ilumina).

Por supuesto la vida humana es indiscernible de una envoltura hasta cierto punto fantasiosa. Al revés de lo que nos gusta creer, los seres humanos no vivimos embarrados de realidad, contabilizando hechos y probabilidades, sino que vivimos más bien en un envoltorio fantasmático. Gracias a ese envoltorio los seres humanos soportan las pedradas y las flechas del destino. Pero ese envoltorio que nos abriga en fantasías y en sucedáneos de realidad está mejor alojado en la literatura, en la imaginación de los escritores que logran, gracias a la complicidad de los lectores crédulos, hacer que los deseos se cumplan (aunque se apaguen al cerrar la última página del libro).

Carlos Fuentes, el gran escritor mexicano, dijo alguna vez que la tarea de América Latina consistía en poner su imaginación política a la altura de su imaginación verbal. La frase es buena; pero obviamente errónea.

Los países de la región no han hecho otra cosa que trasladar su imaginación verbal a los textos constitucionales o legales (la región es de las más pródigas en fabricar constituciones y códigos), cuando lo que debieran hacer es justo lo contrario: arrinconar la imaginación efervescente en las páginas de la literatura y dejar que la política en vez de eludir la realidad se entrevere con ella.

Por eso quizá la tarea de evitar la abulia constitucional que por estos días se padece (y en la que se esconde también una gota de sensatez porque indica que, a fin de cuentas, la gente sabe que el acuerdo constitucional no producirá sin más lo que sus entusiastas le atribuyen) sea una tarea menos lucida y menos notoria que la que sugeriría un publicista empeñado en asociar los deseos inconscientes de esto o aquello a este o aquel producto, y consista, en vez de eso, no en atraer a la gente hacia el proyecto constitucional, sino en informarle del proceso, contarle con la mayor objetividad posible de qué se trata e invitarla nada más a pronunciarse llegado el día del plebiscito.

Desgraciadamente lo que es previsible ocurrirá, es que las televisoras y las radios inventarán programas de debate que no son ni de debate, ni de diálogo, ni de conversación, ni de información, sino shows de opiniones previsibles, formas de entretención donde cada partícipe actuará un personaje que envolverá el texto constitucional con promesas, si arguye a favor de su aprobación, o lo acusará de traición a los mejores ideales, si empuja por su rechazo.

Todo eso, claro está, auspiciado por alguna propaganda de este o aquel otro producto.

Y el resultado será entonces no mayor información ciudadana, sino propaganda que auspicia propaganda.


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