No es posible examinar la situación de los partidos durante el gobierno de la Unidad Popular —y su suerte durante la dictadura— sin considerar lo que había ocurrido antes, durante el llamado Estado de compromiso (1932-1970).
La literatura suele subrayar que la estabilidad que el país alcanzó durante el período se debió, en buena parte, al sistema de partidos hasta entonces existente. Una encuesta realizada por Eduardo Hamuy en 1958 indicaba que solo un 22% de la población pensaba que era posible gobernar sin ellos. Se trataba, pues, de organizaciones con alta legitimidad que estaban presentes en prácticamente todas las elecciones: municipales, universitarias, nacionales. El fenómeno era parte de un sistema político altamente desarrollado que permitía la expansión de las más diversas demandas que, sin embargo, estaba acompañado de una estructura productiva incapaz de satisfacerlas.
Esa contradicción entre el sistema político desarrollado y una estructura social y económica excluyente solo parecía tener una de dos salidas (pronto se sabría cuál se adoptaría): o se cerraba el sistema político o se cambiaba radicalmente la estructura económica.
Dicha contradicción, y la forma de resolverla, está al centro del debate ideológico y político ya desde mediados de los años sesenta.
En 1970 la izquierda estaba constituida principalmente por los partidos Socialista y Comunista. Mientras este último era altamente disciplinado, ortodoxo, y el más grande de la región (fuera del cubano), el Partido Socialista era más heterogéneo en su composición, plagado de querellas internas.
El centro estaba constituido por los radicales, que habían sido el mediador por excelencia del sistema político, y más tarde por la Democracia Cristiana (DC), cuyo origen se remontaba hacia 1938 y que, más tarde, ya no cumplirá ese papel mediador. La DC había obtenido una muy alta votación en las parlamentarias de 1965 y se alimentaba con cuadros provenientes del ibañismo y del miedo de la derecha hacia los candidatos marxistas. La derecha estaba representada por el Partido Nacional, formado en 1966 al fusionarse los partidos Conservador y Liberal.
Durante el período, y hasta el quiebre de la democracia, siempre gobierna el centro, a veces acompañado de la derecha y otras, de la izquierda. Solo una vez lo hace la derecha (con Alessandri) y solo una vez la izquierda (con Allende). Hacia 1970, sin embargo, se producen algunos fenómenos de relevancia: el electorado se incrementa desde el 16% de la población en 1960, hasta poco más del 28% en 1970. Y se suma a ello que el sistema político se polariza ideológica y culturalmente.
Los partidos a fines de los sesenta
¿Qué papel cumplía entonces cada sector?
En la derecha coexisten dos tendencias que la configuran. Una de ellas más ligada a la cultura del linaje y de la hacienda, fuertemente nacionalista, que experimenta los cambios del período como una amenaza existencial, y la otra más modernizadora que será la que, más tarde, impulsará a contar de 1975 una revolución, pero capitalista.
Hacia 1964 esta derecha se pliega a Frei; aunque no a la DC. Dicho de otra manera, la suya no es una adhesión ideológica a la revolución en libertad, sino una forma de escapar a la revolución socialista de veras.
La Democracia Cristiana, por su parte, que había obtenido una votación gigantesca en 1964 cuando, con el apoyo de la derecha logró el 55,7% de la población, disminuyó esa votación a un 27,8% con Tomic. La literatura indica que la DC era un centro excéntrico que se alimentaba de los extremos. Su evolución posterior (y para qué decir su realidad actual) muestra que la tesis tiene asidero.
La izquierda, con sus dos partidos principales, el Comunista y el Socialista, está inflamada en esos años por un propósito de cambios más bien radicales; pero coexisten en ella dos formulaciones tácticas que estarán en el centro del gobierno de la Unidad Popular. En una de ellas era fundamental el respeto de la legalidad, el desarrollo económico y la satisfacción de las demandas populares a fin de avanzar gradualmente hacia una sociedad socialista; en la otra, en cambio, ponía el acento en la movilización popular a fin de acelerar lo que se pensaba era una confrontación inevitable. Así, el gobierno de la UP y sus partidos estaban en medio de una inconsistencia dramática: eran el fruto legítimo del sistema político; pero por otra parte, recibía apoyo de importantes grupos que descreían de ese mismo sistema.
¿Cómo caracterizar brevemente el panorama de entonces?
Hay varias formas de hacerlo, desde luego, pero la más obvia parece ser describir el momento político cultural de entonces como inflamado de utopismo en la izquierda y en una parte muy importante de la DC (hay que recordar que entre Tomic y Allende reúnen más del cincuenta por ciento del electorado), y de miedo, un miedo casi físico, de parte de los sectores de derecha (para parte de los cuales la reforma agraria había representado un peligro existencial).
Entre el utopismo y el miedo se va a producir el desenlace.
La destrucción del sistema político
Como se ha visto, la sociedad chilena de los setenta, hasta 1973 para ser más preciso, puede ser caracterizada como una sociedad altamente movilizada. Es cosa de ver el documental de Patricio Guzmán "La batalla de Chile" para advertirlo. Se ve allí la masa convertida en sujeto: personas desdentadas, sectores populares que, sin embargo, a pesar de la precariedad material, o justamente por ella, poseen una firme voluntad de erigirse y ser protagonistas. Ello ocurre en los partidos, los sindicatos, las universidades (que para la época, habían experimentado una importante expansión de la matrícula).
La violencia de la dictadura y del Golpe, y el terror que entonces se desató se explican, en parte, por la necesidad de desmovilizar a la sociedad chilena. Hubo también, aunque se ha olvidado, una cierta falsificación histórica cuyo objetivo inconfesado fue justificar, excusar, la represión que entonces se desató. Esta represión desmovilizadora tiene un efecto de demostración que produce resultados masivos. El empleo de la tortura (largamente acreditado en el Informe Rettig y en el Informe Valech) no constituyó, cuando se las mira a la distancia y con la objetividad que estas cosas requieren, un papel instrumental de reunir información, sino que fueron técnicas masivas de castigo para, simplemente, desmovilizar, paralizar a una población que, hasta hacía pocos meses, inflamada de utopismo, creía ser protagonista de sí misma.
Los partidos durante la dictadura
La derecha, hasta entonces movida por el miedo a la revolución, no necesitó de la represión para disolverse, desmovilizarse. Sus mejores cuadros se incorporaron poco a poco a la administración de la dictadura o muy pronto la hegemonizaron intelectualmente, como fue el caso de Jaime Guzmán.
Con posterioridad, y durante la dictadura, especialmente luego del plebiscito de 1980, la derecha se reagrupa en torno a Renovación Nacional (Unión Demócrata Independiente y Unión Nacional); aunque luego se separaría de ella la UDI (1988). Los cuadros de ambos partidos, especialmente de la UDI, se forjan a la sombra de la dictadura, de la administración municipal y de sus grupos tecnocráticos. Su identidad, hasta bien avanzada la democracia, estuvo atada (¿lo está aún?) a la legitimidad del Golpe y de la Constitución de 1980.
En el caso de la Democracia Cristiana, ella o algunos de sus cuadros técnicos e intelectuales forman parte del bloque de apoyo a la dictadura. Los animó, al parecer, la convicción (que luego se revelaría obviamente errada) de que la dictadura era neutral y animada nada más por un propósito restaurador (y no como será, revolucionario) y de que sería más o menos transitoria. La Democracia Cristiana comienza a abandonar ese sueño hacia 1977, cuando se declara la ilegalidad del partido.
La izquierda, por su parte, lleva adelante un largo proceso reflexivo sobre las causas del Golpe, una revalorización de la democracia y el abandono del milenarismo. Luego de la Constitución de 1980 el sistema político muestra un nuevo e inhóspito rostro que obliga a la DC y al socialismo a una alianza de la que se excluye al Partido Comunista, que por esos mismos años (1980) reivindica, por boca de Luis Corvalán, el derecho del pueblo al uso de la violencia como arma política.
Hasta que la rueda comenzó a girar de nuevo y el eje socialista-comunista —amalgamado por la nueva generación— accede al poder.