Hay pocos temas más relevantes en el debate constitucional que el diseño del sistema de justicia o, si se prefiere, del Poder Judicial.
¿Por qué?
Lo que ocurre es que las reglas que integran al derecho —al sistema normativo que lleva ese nombre— requieren ser aplicadas a los casos o controversias que reclaman solución. Y como las reglas se expresan en un lenguaje natural, no formalizado, inevitablemente poseen ambigüedades, expresiones oscuras, términos llenos de valoraciones que necesitan ser interpretados. Y este último es el papel de los jueces. El resultado de todo esto es que, bien mirado, el derecho no lo integran solo las reglas, sino también la práctica y la técnica con que se las interpreta. Las reglas son como un objeto extraño que no existe sino cuando alguien lo lee desde un determinado punto de vista.
Sin exagerar, puede, entonces, afirmarse que el derecho se compone de las reglas y de la manera de leerlas o interpretarlas. Y como esto último lo hacen los jueces, decidir cómo ellos se organizan, qué poderes tendrán, a qué controles serán sometidos, equivale a decidir acerca de la fisonomía del derecho en su conjunto. Dirimir cómo se organizará la justicia equivale entonces a decidir, en una medida relevante, qué tipo de derecho tendremos.
Un sistema bien diseñado exige tener en cuenta algunos principios.
El primero es que la facultad de juzgar pertenece a cada juez de la República y no a la cúspide del sistema. No es que la Corte Suprema tenga en su poder la totalidad de la jurisdicción y que luego cada juez la ejerza por delegación suya. No es así. Cada juez la recibe directamente de la ley. Por eso el juez debe ser independiente no solo de las fuerzas externas (económica o política), sino también de las internas (los otros jueces). Este principio se rompe cuando se entrega a los jueces de casación (la Corte Suprema) la facultad de controlar el comportamiento funcionario de los jueces. Cuando esto último ocurre (como la experiencia lo muestra) se crean ocasiones para que a pretexto de controlar los deberes funcionarios se amague la independencia que el juez debe tener a la hora de interpretar.
El segundo principio es que los jueces deben resolver en base a criterios provenientes de una vieja técnica, cuyas raíces son tan antiguas como la retórica o las humanidades. Se llama dogmática. Los jueces no están habilitados para resolver como lo indica su sentido de justicia, sino como lo señala la ley. El control de casación (que se ejerce en la cúspide del sistema) es un control técnico, no la oportunidad para que los jueces desplieguen su sentido de justicia material o diseñen políticas públicas (si tienen interés en estas últimas deben descender al debate político y abandonar el foro judicial). Se trata, en una palabra, de desterrar las oportunidades para que se instale en la cultura de los jueces la justicia del Cadí (el juez turco que fallaba según lo que su sentido de justicia le indicaba y no en base al raciocinio contenido en una regla). No es tarea de los jueces dirimir cuestiones globales de justicia. De todo esto se sigue que la tarea de la Corte Suprema es ejercer el control de casación, y la de los jueces resolver con alcance particular, salvo que la ley los autorice expresamente a resolver respecto de un conjunto (como ocurre en las acciones de clase).
El tercer principio es que, al igual que todos los sectores del Estado, los jueces no pueden decidir ni resolver acerca de su propio presupuesto. Pueden entregar información acerca de lo que necesita o demanda el servicio de justicia, desde luego; pero no pueden decidir cuántos recursos han de destinarse al sistema. La justicia es un bien que inevitablemente compite con otros bienes como la salud (para dar un ejemplo tan urgente como ella) y no puede estar exenta de que el Legislativo y el Ejecutivo puedan discernir en cada caso cuál es más urgente. En suma, el Poder Judicial no puede disponer de autonomía económica, entendida como la facultad de decidir acerca del monto y empleo de sus propios recursos.
En fin, el cuarto principio consiste en recuperar el prestigio de la burocracia en el sistema de justicia. La burocracia equivale a un sistema sine ira et studio, un sistema donde gobiernan las reglas y no la subjetividad. Ello se traduce en que ha de existir la carrera funcionaria, donde el mérito y la antigüedad importen. Las virtudes de los jueces (la principal de las cuales es la independencia racional) derivan en parte importante de eso: del orgullo corporativo, saberse parte de un sector del Estado que no atiende a sí mismo, sino a los deberes que la ciudadanía le confía.
Lo dijo inmejorablemente el juez Holmes: “Ha sido un gran placer para mí aplicar reglas que considero malas por completo, porque de esa manera he ayudado a marcar la diferencia entre lo que yo prohibiría y lo que el derecho permite”.