Carlos Peña, rector de la U. Diego Portales.
Emol
Una de las diferencias que media entre el anterior proceso constitucional (el que fracasó) y el actual (cuyo desenlace está en suspenso) es la distinta participación que en uno y en otro ha cabido a la política profesional.
En el proceso fracasado, o frustrado o malogrado, según se prefiera, la política profesional estuvo ausente o, más bien, se la concibió como un mal que había que espantar. La mayoría de esa Convención, en efecto, creyó estar desprovista de los defectos de la política y, en cambio, presumía portar intereses puros que provenían inmediatamente de las comunidades o identidades que representaba o decía representar. El resultado fue un texto plagado de propósitos cuya principal característica era que parecían creer que bastaba poner en palabras lo deseable (o en sus versiones más ilustradas, inferirlo a partir de premisas que se tenían por buenas) para que la realidad se ajustara a ello.
A la distancia no cabe duda. Fue una fiebre fetichista. El fetichismo es la realización simbólica de un deseo a partir de la posesión de un objeto, en este caso, el texto constitucional.
El actual proceso (cuyo desenlace pende del futuro plebiscito) tiene obvias diferencias con el anterior y la más flagrante es que en este han participado los partidos y quienes, para bien o para mal, han hecho de la política su profesión.
Participaron los partidos en la designación de los expertos quienes conformaron un primer texto que, cuando se le conoció, dejó a muchos satisfechos (o al menos eso pareció a juzgar por las opiniones vertidas por los expresidentes). Compuesto ese texto, se eligió al actual Consejo integrado por quienes reconocen su adhesión a partidos, aunque es probable que rehúsen ser calificados como políticos en el sentido profesional de esta expresión. El resultado es que el texto confeccionado por los expertos ha sido modificado o enmendado por la mayoría del Consejo y entonces aparece el riesgo de que se rechace y a este ritmo el país entero se transforme en constitucionalista de tanto participar en elecciones y plebiscitos conducentes a una Carta Fundamental.
Pero ahora ese peligro comienza a disiparse por la participación directa de los partidos.
¿Por qué, cabe preguntarse, la participación de los partidos y de quienes los conducen, los políticos y políticas de profesión, permite abrigar esperanzas de que el proyecto satisfará y será aprobado (o al menos serán pocos los que llamen a rechazarlo)?
De entre todos los oficios quizá el de político es el más denostado, especialmente en tiempos como los que corren en que abundan los motivos para que la gente esté insatisfecha. Pero si bien muchos de los políticos hacen notables esfuerzos para merecer los denuestos que reciben, hay un aspecto de su quehacer que no los justifica en modo alguno y es que quienes se dedican en forma profesional a la política saben que su propio quehacer depende de que existan instituciones que alcancen la legitimidad. Ellos saben que no pueden aspirar al ideal ni de cerca (aunque a veces simulen creerlo en medio de la negociación). Esta es la razón de por qué los políticos profesionales (no los advenedizos o los principiantes) poseen un acendrado sentido de realidad. Ellos saben que en política (incluso en política constitucional) se hace lo que se puede de lo que se quiere, que no hay otra actividad con mayor conciencia de lo posible, y que aspirar a lo que se quiere a ultranza y sin considerar los costos que acarrea, no es el fracaso de la política sino su término y su sustitución o reemplazo por las patadas, o el asambleísmo, o por incluso algo peor.
Así que no ha de verse en las reuniones que están sosteniendo las directivas de los partidos un escamoteo de la voluntad popular (no faltará quien lo diga) o un fracaso del proceso constitucional porque esas reuniones son el signo más claro de que las cosas podrían funcionar y que todo esto acabe, por fin, en un texto que concite el apoyo de la mayoría.
Después de todo, los procesos constitucionales (junto con la virtud de poner a todos a pensar en los asuntos comunes) tienen el defecto de que mientras ocurren paralizan la vida pública y cuando terminan todo sigue como antes.
Así que es mejor que los políticos (no los lectores de textos constitucionales) se apuren y hagan esfuerzos por concluir de una vez lo que ya lleva demasiado tiempo.