La película “La memoria infinita” cuenta cómo Augusto Góngora, un brillante periodista, va perdiendo su memoria mientras es cuidado por Paulina Urrutia. Nos muestra cómo él necesitaba, a medida que iba perdiendo sus recuerdos, del amor de su esposa/cuidadora para seguir viviendo. No puedo no hacer el símil con nuestra sociedad. Traer a la memoria nuestra historia es parte de nuestra identidad y si lo hacemos con diálogo, con respeto a las víctimas, a sus familias, a nuestro querido país, al futuro de nuestros hijos y nietos, estoy segura de que será positivo.
Hace 50 años, diversas circunstancias me llevaron a trabajar primero en el Comité de Cooperación para la Paz y luego a la Vicaría de la Solidaridad. Desde los primeros días, a estos organismos concurrieron cientos de personas a buscar refugio, amparo, solidaridad y apoyo para salvar la vida o para restablecer la dignidad y, en el caso de los que recobraban la libertad después de la tortura, para paliar los efectos de los crueles tratos que habían quedado grabados en sus cuerpos y en sus corazones. Algunos, al recuperar la libertad, se refugiaban en su dolor y en su soledad; sus captores los habían amenazado para no informar las condiciones de su cautiverio. Existe evidencia aquí y en otros países que han vivido situaciones similares que las secuelas afectan a las generaciones de hijos y nietos.
Durante años se torturó en forma sistemática con el objeto de obtener información y de generar miedo, tanto a quienes la sufrían como a la población que algún conocimiento iba teniendo de los efectos de la represión. La inhumanidad y brutalidad del trato a los detenidos se constituyeron en una práctica habitual. Lo que me tocó conocer nunca lo lograré asimilar. No es posible que un ser humano que muchas veces podía ser hasta un conocido pudiera generar tanto daño, tanto dolor, tanto desprecio por la vida. Conocí de torturas con un ensañamiento que ni en los libros he leído, personas que antes de ser ejecutadas les sacaron los ojos, a mujeres embarazadas que les rajaron el vientre, personas a las que detuvieron y que luego sus cuerpos fueron encontrados en el río con sus manos amarradas, con dedos cortados y parte del rostro deformado para nunca ser reconocidos, después eran enterradas como NN en fosas comunes.
Los que trabajamos en las Comisiones de Verdad pudimos recibir declaraciones de los detenidos de los primeros meses de la dictadura que antes no habían sido revelados. Ahí confirmamos una brutalidad sin límite en el trato y una mayor masividad de las detenciones. Del total de detenidos calificados por la Comisión Valech en los 17 años de la dictadura, el 68% de las detenciones se iniciaron entre septiembre y diciembre de 1973. Se consignaron más de 1.000 recintos de detención en todo Chile.
No hubo ningún respeto por el Estado de Derecho. A los consejos de guerra los abogados llegaban a defender a los detenidos sin conocer las acusaciones. De la cárcel a un detenido lo podían retirar civiles de los servicios de seguridad y este desaparecer o ser ejecutado.
En el caso de los detenidos desaparecidos, se inflige un castigo adicional a la familia, al no otorgarle el derecho a saber si están vivos o muertos, a no tener derecho a realizar un duelo, a no tener elementos para aceptar la realidad de la muerte y a no poderle rendir homenaje de despedida al ser querido. No es aceptable que de las más de 1.400 personas —entre detenidos desaparecidos y ejecutados sin entrega de cuerpos— solo de un poco más de 300 se haya tenido algún vestigio de sus restos, la mayoría restos óseos menores que quedaron en el lugar donde fueron enterrados ilegalmente al momento de la ejecución y luego exhumados para desaparecer por segunda vez.
Quisiera señalar, por la gravedad que tiene, que las Comisiones de Verdad calificaron como víctimas a menores de edad: 153 ejecutados, 40 detenidos desaparecidos y 2.200 menores presos políticos y torturados. Tenemos una deuda con ellos y sus familias.
Antecedentes que consigna la Comisión de Prisión Política y Tortura señalan que las más altas autoridades de la dictadura reconocen que el país fue rápidamente controlado. El general Pinochet, en la edición del 18 de septiembre de 1973 de “El Mercurio”, refiere: “Los cálculos que teníamos de unos cinco días de lucha se redujeron en cambio a 24 horas. Fue una sorpresa para nosotros”. Confirma la tesis del control casi inmediato del país el testimonio del almirante Sergio Huidobro en sus memorias “Decisión Naval” (1998).
Es legítimo preguntarse por qué tanta brutalidad, por qué tanta masividad, por qué hay desapariciones hasta 1987, por qué hay ejecuciones hasta bien final la dictadura. Por qué degollaron en marzo de 1985 a José Manuel Parada, trabajador de la Vicaría. Lo mataron en represalia a la deserción de un agente de los servicios de seguridad que había aportado antecedentes que podían ayudar a esclarecer la suerte de detenidos desaparecidos. Para los que trabajamos en la Vicaría, no haber podido evitar su muerte ha sido uno de los golpes más duros y tristes que nos tocó vivir. Su ausencia nos acompaña hasta el día de hoy.
Cada vez que se niegan los hechos, cada vez que se llama a dar vuelta la página, a olvidar, a no reconocer lo que pasó, las víctimas y sus familias lo reciben como un nuevo atentado a su dignidad, como si la vida de sus seres queridos no tuviera valor, como si la impunidad para los casos de derechos humanos fuera aceptable. Por esto, como trabajadora de derechos humanos, estoy convencida de que esta memoria es parte de nuestras raíces, de nuestros dolores y también de muchas solidaridades. Tenemos que conocer y reconocer lo que pasó, para cuidar la democracia, para respetar los derechos humanos. Estos solo pueden protegerse y respetarse en un régimen democrático.
Para no olvidar lo que pasó y que los que más sufren son los más vulnerables, comprometernos como sociedad a que nunca más golpes de Estado, nunca más violaciones sistemáticas a los derechos humanos por agentes del Estado debiera ser uno de nuestros mayores desafíos.