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Columna de opinión: La tentación del fracaso

Parecen tentados de dejar que el proceso fracase, pero no porque lo anhelen directamente, sino porque no son capaces de tolerar que algunos de sus puntos de vista queden fuera del proyecto.

29 de Septiembre de 2023 | 08:38 | Por Carlos Peña
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El rector de la UDP, Carlos Peña.

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La vida humana (observa en su Diario, Julio Ramón Ribeyro) es como un rompecabezas. Cada uno recibe un montón de fichas y hay que hacer el esfuerzo de recomponer el dibujo escondido. Hay algunos, sin embargo, que se van de este mundo sin lograrlo porque los acecha la sensación de que las cosas o son como las soñaron o todo esfuerzo es inútil.

Es tal el deseo de triunfar o lograr satisfacer todas las expectativas que se piensa que es mejor y más digno el fracaso estrepitoso que un logro apenas parcial.

Es la tentación del fracaso.

Ese fenómeno que suele invadir a algunas personas (o a todos en esos momentos en que el entusiasmo inicial se desliza hacia la decepción más profunda) se presenta con particular intensidad en la esfera de la política. Suele presentarse cuando la política adquiere visos de utopismo, cuando parece estar al alcance de la mano la posibilidad de dibujar los contornos de la realidad de acuerdo a lo que se cree valioso. Entonces el político incurre en una de las varias modalidades (algunas aunque modestas igual de dañinas) de eso que Max Weber llamó ética de la convicción y que consiste en intentar hacer justicia aunque el mundo perezca.

¿No estará ocurriendo algo de eso en el actual debate constitucional? ¿No será que la tentación del fracaso —que es el fruto paradójico del anhelo inicial de acertar con todas las fichas— ha invadido a los partícipes del Consejo y a los políticos?

Hay varios síntomas de que algo de eso está ocurriendo. Si descontamos al Partido Comunista, que no oculta su franca disposición al rechazo, todos los demás parecen tentados de dejar que el proceso fracase, pero no porque lo anhelen directamente, sino porque no son capaces de tolerar que algunos de sus puntos de vista queden fuera del proyecto.

Algo de eso parece estar ocurriendo especialmente si se repara en el hecho que ya se ha echado a correr la idea que podría no haber proyecto, es decir, que la ciudadanía no tendría oportunidad de pronunciarse acerca de él. Ello ocurriría si, haciendo pie en el artículo 91 del reglamento, se insta a que no se alcance la mayoría necesaria (treinta votos) para que el proyecto sea aprobado. Y lo más alarmante de todo esto (alarmante porque un debate constitucional no puede emprenderse con real voluntad si no se queman las naves, es decir, si no hay un compromiso de culminarlo) es que no se observa en todo esto ninguna voluntad de discernir razonablemente el texto, y en vez de eso, se lo exagera o se lo deforma o se le interpreta mañosamente o se subraya esto y se oculta lo otro (incluso por juristas) exagerando sus defectos y olvidando que una gran cantidad de normas (la mayoría) han recibido la unanimidad.

Pero ¿se ha reparado en lo grave que sería que el proyecto no llegara a término o que alcanzándolo, lo hiciera en medio de una abierta discordia entre los consejeros, alguno de los cuales abogaran por el rechazo?

No se piense en las consecuencias de corto plazo —las ganancias inmediatas para esta o aquella fuerza política—, sino en el daño a las instituciones que se produciría y en el ahondamiento de la desconfianza ciudadana en la política que, siendo ya suficientemente acentuada, encontraría en el fracaso la prueba flagrante e indesmentible de que sí, que los políticos profesionales no eran profesionales y que los devenidos en políticos (ese tipo de consejeros que al igual que muchos de quienes integraban la anterior Convención, no obstante sus mejores modales, parecen entender poco y nada) no son capaces de discernir imparcialmente y teniendo en cuenta el interés de todos, y no solo su interés local, las reglas constitucionales.

Y lo peor es que una de las imágenes que sustenta a la democracia se disiparía dejándola más o menos desnuda y convertida en un fiasco. Se trata de la idea de voluntad popular, la idea que los ciudadanos reunidos son capaces de deliberar poniéndose en el lugar de todos para decidir lo que es mejor para la comunidad política. Esa imagen que está a la base del ideal democrático, se revelaría, en el caso de un fracaso —un fracaso que sería doble si se suma a la Convención— como una fantasía, un trampantojo, una pompa de jabón. Y entonces ¿qué concluiríamos? ¿Que es mejor que la Constitución la hagan personas designadas, técnicos carentes de representación? Y en tal caso, ¿en qué quedarán las críticas a la legitimidad de origen que, expandiéndose como una mancha lenta, desató el actual proceso? ¿Fue todo un engaño? ¿El fruto de un malentendido?

No cabe duda. Los consejeros de lado y lado deben recuperar el sentido del deber y recordar que este último supone, casi siempre, actuar en contra de los propios impulsos y aceptar que sobrarán algunas fichas y que el dibujo escondido siempre se mostrará a medias.

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