El segundo proceso constituyente partió cuesta arriba. A diferencia del anterior que, sin antecedentes, se sostenía en la esperanza de sacarnos de la crisis y rehabilitar la política, el actual tenía todo en contra. El enojo por el fracaso de la Convención —en formas, en diagnóstico, en propuesta—; una nueva decepción con nuestros dirigentes políticos (a los viejos se sumaban los nuevos: ¡todos iguales!); el desapego con un tema que se reveló repentinamente alejado de las exigencias ciudadanas. Si a eso añadimos el aún más dañado diálogo de nuestra clase política, se termina de armar un escenario donde cada elemento conspira contra este nuevo intento.
Las cifras son elocuentes: nunca, ni al firmarse el Acuerdo por Chile en diciembre, ni después del anteproyecto o de las elecciones de mayo, ni ahora, se han mostrado las grandes mayorías dispuestas a aprobar lo que salga de esta instancia. Hasta ahora, nada parece augurar el triunfo de la opción "A favor".
La suerte, entonces, parece echada: la gente ya no querría saber más de la Constitución. Se trata de una hipótesis que persuade a muchos, de lado y lado. El supuesto hastío e indiferencia ciudadana sirve como argumento tanto para aquellos que nunca creyeron en esa vía (no era más que un invento de la izquierda), como para quienes después del triunfo del Rechazo prefirieron aplazar el proceso hasta que los vientos vuelvan a llevar el clima político a su lado.
Sin interés por las consecuencias de eternizar el debate constitucional, usan los datos en provecho de sus agendas; hace mucho decidieron abandonar esta alternativa y, con cifras rentables en mano, ahora no hacen más que transparentarlo. El problema es que no han terminado de leer bien a la ciudadanía y han asumido demasiado pronto el significado de su recelo y distancia.
Tal vez convenga recordar el estudio publicado en septiembre por Tenemos Que Hablar de Chile (en colaboración con Panel Ciudadano-UDD). Buscando identificar los sentimientos de las personas respecto del proceso constituyente, constataron que más que desinterés, hay cansancio; y más que indiferencia, lo que predomina es la incertidumbre. Aunque siguen siendo sentimientos negativos, remiten a disposiciones muy diferentes que las que se han subrayado en la discusión pública.
La gente quiere que esto acabe pronto y teme lo que pueda implicar, pero no le da lo mismo lo que pase ni cómo termine. La gente es pesimista sobre el proceso y cree que ha sido un factor de polarización, y, sin embargo, piensa también que Chile estará mejor si se aprueba una nueva Constitución. La gente no confía en sus representantes y amenaza con su voto en contra ante la pregunta de si ayudaría que tal o cual político se identificara con la propuesta, pero reconoce que solo el consenso, el acuerdo y la unidad permitirán que esto se cierre. Sus sentimientos son negativos, pero su disposición no es irreversible. Y es que, finalmente, la ciudadanía está expectante de lo que puede llegar a ofrecerle una clase política a la que cada vez le cree menos, pero en la que quisiera volver a confiar.
¿Cómo responderán los políticos? Ese es el principal desafío. La ciudadanía, consistente en sus señales, ha sido clara en marcar el camino que espera. Aunque muchos prefieren destacar su supuesto ánimo cambiante e impredecible, una y otra vez las personas han repetido lo mismo: quieren acuerdos, aunque implique ceder; y demandan certeza en todos los ámbitos posibles, incluyendo el constitucional. Ha sido la clase política la que no ha logrado dar respuesta a ese reclamo tan persistente.
Hace ya más de una década que ningún grupo político logra transformar conexiones puntuales (sostenidas en triunfos muchas veces arrolladores) en adhesiones y compromisos de largo plazo. Quien logre hacerlo, será el que ofrezca estabilidad a un Chile que se remueve sin descanso hace demasiado tiempo. Pero eso exige tomarse en serio la demanda y la transversalidad de su composición, transformando la incertidumbre en esperanza. No es poca, entonces, la responsabilidad de expertos y consejeros en esta etapa final del proceso. En concreto, deben estar dispuestos a renuncias y aperturas que nadie, hasta ahora, ha querido ofrecer. Habrá que ser mejores.