En estos días se cumplen cuatro años del inicio de las más grandes manifestaciones de descontento popular desde el fin de la dictadura y la reinstauración de la democracia. Entender cuáles son los factores que desencadenaron esa explosión que todos recuerdan como un “estallido” es fundamental para abordar el presente y enfrentar los desafíos políticos del futuro.
El 18 de octubre abrió una nueva etapa política y social en Chile, con base en un profundo malestar social que lejos de extinguirse se ha prolongado y profundizado en el tiempo, sin resolutividad y con nuevas derivadas sociales.
Lo primero es entender que no se trató de un golpe de Estado “no tradicional”, como ha pretendido imponer el expresidente Sebastián Piñera. Buscar a los culpables en una estrambótica organización inexistente, como un supuesto grupo ACAB o, aún peor, una alianza del K-pop y quizás cuáles otros inventos, sería la mejor manera de confundirse y equivocar las políticas que puedan solucionar los evidentes problemas que hoy enfrenta nuestro sistema político.
En realidad, prescindiendo de cualquier adscripción ideológica, el movimiento expresaba la acumulación de malestar e ira contra todo lo que pudiera entenderse como élite. Un enorme grupo de personas se autopercibían como excluidas por el Estado y por los actores políticos.
El ejercicio periódico de elecciones y el recambio de autoridades no significaban nada para ellos, porque no apreciaban cambios importantes en la forma en que se veían obligados a vivir. Cada uno desde su propia situación económica y social, y desde sus propias convicciones, veía que el sistema político funcionaba sin consideración alguna por sus necesidades.
¿Estaban equivocados? Es importante repasar un poco de la historia de nuestra eterna transición. Los primeros años de la democracia representaron el pleno desarrollo de cierto entendimiento, tácito la mayor parte del tiempo, entre los representantes de la dictadura y las nuevas autoridades. Por cierto, esta situación se veía favorecida por los amarres que la derecha sembró a través de las más relevantes normas constitucionales y legales. El sistema electoral binominal aseguraba un virtual empate, aunque las fuerzas progresistas tuvieran importantes mayorías en las urnas; la composición del Senado, a través de los senadores designados, garantizaba que las normas no podrían cambiarse sin la anuencia de la derecha; la permanencia de los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas y Carabineros servía para disuadir de un camino más enérgico.
En ese contexto, las esperanzas de revertir las privatizaciones, de terminar con las AFP y las isapres, de establecer nuevas normas en materias de educación, salud, y de fortalecer programas efectivos de vivienda, así como también las de instaurar mecanismos de participación popular, se vieron permanentemente frustradas.
Si bien el 2005 fue posible acordar reformas constitucionales que terminaron con algunas de estas normas antidemocráticas y aseguraron el control civil del sistema político, su carácter elitista e impronta privatista extrema se mantuvieron inalteradas.
En ese contexto, los esfuerzos desplegados por actores políticos, como la expresidenta Bachelet, aunque empujaron y concretaron significativos avances históricos en la libertad de las personas y en garantizar sus derechos, fueron insuficientes para recuperar la confianza en la democracia. El paulatino abandono de las elecciones por millones de compatriotas era solo el síntoma de una desafección mucho más profunda.
En octubre de 2019, frente a la masividad de las manifestaciones, el Estado parecía superado. Aunque la derecha quiso poner el acento en los hechos de violencia, minoritarios frente a la realidad de una multitudinaria movilización pacífica, todos entendían que era urgente realizar cambios. El expresidente Piñera, con particular desresponsabilización, insistió una y otra vez en buscar una ilusoria conspiración y se mostró incapaz de poner freno a los excesos de la represión, con sus secuelas de violaciones de derechos humanos, que se saldaron con muertes de compatriotas y un número inusitado de lesionados ocularmente, entre otras deleznables consecuencias.
De este modo, los acuerdos de noviembre de ese año parecían el inicio de un camino de solución de la situación vivida. Sin embargo, como lo anunció oportunamente el Partido Comunista, si esos acuerdos no se basaban en una efectiva participación de las organizaciones sociales, ese camino corría el riesgo de resultar infructuoso. Esa es la base del problema que ha aquejado al proceso constituyente desde sus inicios. Después del plebiscito en que un 80% se manifestó por una nueva Constitución, redactada por una convención íntegramente electa y de una elección de convencionales en la que las organizaciones partidistas resignaron el papel principal, la derecha económica comenzó una campaña inmediata de desprestigio destinada a hacer fracasar el proceso.
Más allá de los errores que se cometieron en esos días, no muy distintos a los que se veían en el Congreso o los que se conocen de algunos de los actuales consejeros, la desinformación y la manipulación malintencionada del debate público hicieron imposible saber hasta qué punto los verdaderos contenidos de esa propuesta constitucional satisfacían las expectativas de la ciudadanía.
Esa misma campaña de manipulación es la que se vivió a propósito de las elecciones del nuevo Consejo Constitucional. El extremismo ideológico y el fundamentalismo con que la extrema derecha pretende imponer su visión estrecha de la sociedad no hace más que ratificar la desconexión que ese sector sufre frente a los anhelos populares, una desconexión que, en una sociedad regida por normas que promueven el individualismo más extremo, permea al conjunto del sistema.
Las demandas de octubre de 2019 no están satisfechas ni se muestra al pueblo un camino para su satisfacción. El proceso político y social que entonces se desencadenó no ha concluido; si la propuesta constitucional de extrema derecha se impone en el Consejo, prólogo de un rechazo seguro, quedará aún más lejos su conclusión. Pero las fuerzas populares siguen atentas y dispuestas a enfrentar los nuevos desafíos de esta cadena de desaciertos políticos de la élite, para construir un Estado social y democrático de derechos, participativo, inclusivo y paritario.