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Una emoción nada envidiable

05 de Mayo de 2005 | 11:41 |
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Podemos definir a la envidia como “el padecimiento de una persona porque otra tiene o consigue cosas que ella no tiene o no puede conseguir”, o también como “el deseo de hacer o tener lo mismo que hace o tiene el otro”.

La historia de la humanidad está plagada de situaciones en las que se manifiesta esta emoción. Por ejemplo, la Biblia nos da cuenta de cómo Caín sentía celos y envidia de la relación privilegiada entre su hermano Abel y Dios y de las nefastas consecuencias de tales sentimientos, al dar paso a otra emoción compleja, como es la rabia, y su componente conductual, fuera del control racional, que lo llevo a la destrucción del objeto causante de la envidia.

Podemos sentir envidia de nuestros vecinos por sus jardines, el tamaño de sus televisores, la calidad de sus autos o podemos sentir envidia por las parejas de nuestras amistades o por el éxito profesional de nuestros compañeros de trabajo o el triunfo académico de los hijos de nuestros parientes (por sobre el de nuestros propios hijos) o podemos envidiar la belleza, la juventud o las conquistas sexuales de nuestros compañeros de estudios e incluso el florecimiento económico y cultural de un país vecino o del tamaño del plato de comida que nuestra madre le servía a nuestro hermano, cuando éramos pequeños.

Ni siquiera la intimidad de la consulta psicológica está libre de esta experiencia emocional, pudiendo un paciente sentir envidia del trato preferencial, real o imaginado, que su terapeuta le da a otros pacientes y experimentar sentimientos de tristeza y abandono. También los pacientes pueden envidiar la prosperidad profesional de su psiquiatra y convertirse, consciente o inconscientemente, en “pacientes difíciles”, frustrantes y finalmente en el fracaso terapéutico (y la mancha) en ese exitoso curriculum o también podría suceder que un terapeuta podría envidiar a un paciente, quien logra superar sus conflictos y tras mejorar, termina su terapia y se va a enfrentar nuevos desafíos, mientras que el especialista permanece en el mismo sitio realizando el mismo trabajo rutinario.

El mismo Freud, talentoso investigador del psiquismo humano, quien vivió inmerso en una sociedad victoriana machista, postuló que a la base de importantes trastornos neuróticos en las mujeres estaba la envidia del pene y en su conocida descripción del complejo de Edipo describió que además de la atracción erótica del hijo hacia su progenitor del sexo opuesto (la madre), existía una rivalidad y envidia del hijo hacia el padre.

La lista de ejemplos podría ser infinita, sin embargo lo importante de destacar es que, si buscamos, encontraremos a la envidia presente en todos los seres humanos, pues se trata de un sentimiento común que forma parte del abanico emocional que utilizamos a diario.

Sin embargo, es un sentimiento nada envidiable por el común de los mortales, pues ninguno de nosotros quiere sentir, ni menos reconocer que se percibe esta experiencia afectiva considerada “negativa” o displacentera, que a su vez nos despierta otros sentimientos como vergüenza, culpa o rabia.

Como habitualmente nuestras emociones son las gatillantes de nuestras acciones, el hecho de enfrentarnos a una emoción que no deseamos reconocer nos hace responder de diversas formas poco adaptativas, tales como, por ejemplo, negar inconscientemente su existencia, (es decir “la envidia que sentimos no existe”) y poner esa emoción en el mundo exterior, convirtiéndonos en expertos en reconocer la envidia ajena (a este mecanismo se le ha denominado “proyección”).

Otro mecanismo, un tanto más burdo que el anterior, es la “descalificación” (y destrucción simbólica) de lo envidiado. Ejemplos: “Fulanito consiguió un muy buen empleo... pero fue porque tuvo suerte, tenía pitutos y en la entrevista le preguntaron justo lo único que sabía”. “Menganita es bella... pero gracias a la silicona y al colágeno, además es falsa, promiscua, destruye hogares y no se respeta a si misma”. “Zutanito es millonario...pero es viejo, gordo, ignorante, corrupto, light y cínico”. “Fulanito 2 es un cantante famoso...pero no tiene voz, desafina, se viste mal, no sabe bailar y su vida personal es un desastre”.

¿Pero se puede vivir ocultando o distorsionando una buena parte de nuestras emociones sin resultar perjudicados? Todo apunta a pensar que la respuesta es NO.

A grandes rasgos, cabe señalar que entre los psicólogos existe consenso en que para desarrollar todas nuestras potencialidades afectivas, lograr equilibrios, madurez y ser felices, es necesario expandir al máximo nuestro autoconocimiento, es decir: poder ver la realidad externa tal cual es y a nosotros mismos tal cual somos.

Este es un buen punto de partida en el cual se centran muchas terapias psicológicas orientadas al desarrollo personal.

Como recomendaciones finales hay que decir que debemos estar atentos a nuestras emociones, especialmente las “negativas” (ya que son éstas las más complejas de reconocer y manejar adecuadamente). También sería conveniente darnos permiso para además de reconocerlas, decir en voz alta con nuestros amigos “qué envidia me da que Juan gane tanto dinero y trabaje tan poco” o “qué envidioso amanecí hoy”.

El reconocer esta emoción nos hace reflexionar sobre lo que nos está ocurriendo e interrogarnos acerca de qué es lo que no está marchando bien en nosotros y cómo es que podemos corregir nuestros planes para alcanzar nuestras metas.
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