Desde 1993 hasta 2003 nacieron anualmente, en promedio, más de mil niños hijos de madres que recién han dejado la infancia y que no superan los 14 años de edad. Así lo deja en evidencia un estudio realizado por el Centro de Medicina Reproductiva y Desarrollo Integral del Adolescente (Cemera), que fue presentado por su director, el doctor Ramiro Molina.
"Ésta es la punta de un iceberg de situaciones muy graves que afectan a nuestra sociedad; es un indicador del subdesarrollo que debe ser considerado en las políticas públicas", precisa el especialista de Cemera, dependiente de la Universidad de Chile.
A través de registros del Instituto Nacional de Estadísticas (INE), correspondientes al período 1993-2003, se pudo establecer la magnitud de una realidad que vive una ligera tendencia al alza.
En promedio, el número de nacidos vivos de jóvenes de 11 a 14 años es de 1.056 niños anualmente. Si a esta cifra se suman los hijos de madres de 15 años, la cifra se eleva a 3.700 recién nacidos en promedio cada año.
Si bien ambas cifras constituyen, respectivamente, el 2,6% y el 9,3% del total de madres adolescentes (de 19 años y menos) que reporta el Ministerio de Salud en el período estudiado, el doctor Molina advierte que esas bajas proporciones llevan a engaño, "pero son de un significado cualitativo en lo social y cultural de la máxima relevancia. Esto debe ser calificado como un desastre".
Las razones tras esta problemática son varias y sus consecuencias también: irregularidades familiares, discontinuidad en los estudios y riesgos a la salud de madre e hijo, entre otras.
Aunque constituyen una proporción menor dentro del total, los especialistas no desconocen que
un número importante de embarazos infantiles son resultado de abusos sexuales, "generalmente crónicos e intrafamiliares", explican.
A nivel de salud, un estudio de la Universidad Católica comparó embarazos y partos de niñas de 14 años y menos con los de mujeres mayores de 24 años y se observó un mayor riesgo de mortalidad perinatal y de bajo peso al nacer.
Asimismo, desde el punto de vista económico, se estima que
un embarazo y parto en la adolescencia es diez veces más caro que un parto en una mujer adulta. Basta pensar en el riesgo de bajo peso neonatal y en la necesidad de permanecer en la UTI por semanas e incluso meses.
Pero el mayor impacto, a juicio de los especialistas, es a nivel emocional.
"Una niña tiene menos habilidades y destrezas para ser madre", comenta Electra González, asistente social de Cemera. A eso se une el fenómeno del niño no deseado, que puede motivar descuidos maternos y hasta maltratos, que a veces derivan en hospitalizaciones e incluso muertes.
El doctor Giorgio Solimano, director de la Escuela de Salud Pública de la U. de Chile, precisa que el embarazo infantil no es sólo un problema de salud. "Como en muchas otras situaciones, quienes estamos en el campo de la medicina enfrentamos realidades que se generan en otros ámbitos. La inequidad, no sólo en salud, es la responsable. Eso es importante tenerlo en cuenta para buscar las soluciones".
En el estudio de Cemera se compararon aspectos socioeconómicos y educacionales y se pudo observar diferencias notorias por regiones y comunas. Por ejemplo,
en Cerrillos hay 35 veces más embarazos en menores de 14 años que en Vitacura.
"Así como el trabajo de la medicina hace 30 años fue terminar con las diferencias en mortalidad infantil, el desafio ahora es terminar con las inequidades que llevan al embarazo infantil", comenta el doctor Molina.
Historia que se repite |
"Hay un fenómeno que los sociólogos llaman la transferencia intergeneracional de la fecundidad -dice el doctor Ramiro Molina-: cuando una niña tiene un embarazo adolescente, seguramente su madre y su abuela también lo vivieron". Y todo indica que se repertirá en la generación siguiente.
En un estudio de Cemera con hijos de madres adolescentes se observó que las hijas de madres adolescentes también lo fueron y a una edad menor que su madre. Además, suelen tener relaciones de pareja más inestables. |
Tres pilares
Los expertos precisan que los tres pilares de cualquier intervención en este sentido debe considerar el trabajo con la familia, la educación y cambios en el sistema de salud.
"Una de las grandes herramientas que los países desarrollados han aplicado con éxito es la
educación integral, que incluya la sexualidad en una visión amplia. El 80% del trabajo de un programa de educación sexual está en los aspectos no biológicos", precisa Ramiro Molina, es decir, en factores de tipo sicológico, de desarrollo social, de compromiso con la pareja, de afectividad, entre otros.
Los resultados de contar con un programa de este tipo son evidentes: estudios en los que se han comparado colegios con y sin programas de educación sexual muestran que en los primeros disminuye el número de embarazos adolescentes, de abortos y de enfermedades de transmisión sexual. También se produce un desplazamiento de ocho a doce meses en el inicio de la vida sexual, y mejoran las relaciones interpersonales entre alumnos, padres y profesores.
Asimismo, el doctor Molina afirma que es fundamental que en los servicios de salud los jóvenes puedan acudir y consultar en forma confidencial.