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Una cantante que vive la maternidad con intensidad

14 de Septiembre de 2006 | 13:35 |
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Sus amigos de infancia y adolescencia la llamaban ‘Marisol’ y cuando lo recuerda le surge una amplia sonrisa que cubre toda su cara.

La misma se mantiene cuando se le pregunta la edad. “Ah….no, eso no te lo voy a confesar nunca, déjame algo de vanidad femenina”, dice entre risas.

Casada, tiene tres hijos de 16, 10 y 9 años. “Ser mamá me llena, llena mi alma, mi corazón, ellos son lo más profundo que tengo y a quienes entrego todo ese cariño rico (le surge una nueva sonrisa), soy de esas mamás buenas para el beso, para el abrazo, para el regaloneo. Soy bastante compinche”, declara.

Y esa suerte de complicidad es la que le ha llevado a desplegar nuevamente sus dotes artísticas que de pequeña desarrolló con cierta incomodidad y que, en un momento de rebeldía, abandonó del todo. De negarse a cantar pasó, en la adultez, a formar parte de la banda de jazz de apoderados del colegio, donde ella canta y su hija mayor toca la guitarra eléctrica. “Todos mis hijos heredaron mis cualidades musicales”, asegura con orgullo.

“Me di cuenta ahora que me encantaba cantar, sólo que no me gustaba que me pusieran en esa situación de tener que ponerme al medio. Me acomodaba mucho más estar en un conjunto”, explica.

Perfeccionista como ella sola, ha trabajado tanto su voz que incluso ya grabó algunas pistas que quedaron, a su juicio, más o menos bien. Asegura que se siente mucho más cómoda y contenta en los ensayos que en los momentos de la presentación en público; “esa parte me da nervio, me da más que cuando actúo de abogado”.

Sumado a la música, entre sus pasatiempos cuenta, las conversaciones con sus amigas, la natación y la vida al aire libre. De chica fue gimnasta, fue seleccionada de la YMCA (Asociación Cristiana de Jóvenes), pero ahora, en su condición de no vidente ha descubierto la aeróbica. “Pude ver que con la ceguera no he perdido mi destreza e incluso he hecho danza clásica y árabe”, narra.

-¿Cómo vives la vida al aire libre?
“La naturaleza me permite recomponer mis energías. Cuando me siento cansada, estresada y triste voy a la orilla del río Maipo y escucho los pájaros, siento el viento, el ruido del agua y eso me reencuentra con la María Soledad que soy. Hay un lado mío que ama los sonidos de la naturaleza, ahí me reencuentro con mis afectos más profundos”.

La maternidad la ha vivido de distintas formas. A su primera hija la alcanzó a distinguir antes de quedar totalmente ciega; a los dos siguientes los aprendió a ver a través de sus otros sentidos.

-¿Se vive la maternidad de manera distinta discapacitada?
“La ceguera me ha puesto más intensa; me vivo las cosas en profundidad y la más importante ha sido la maternidad. Cuando tuve a mi primera hija tenía la visión deteriorada y veía su rostro por pedazos, sus ojos azul-verdes y sus labios rojos; era una guagua hermosa y la dejé de ver cuando tenía dos años.
“La parte más dura fue no verle el rostro, pensé que todo se podía suplir menos eso. Después pasaron las operaciones, la depresión y la rebeldía y cuando todo se empieza a decantar se plantea la posibilidad de tener un segundo hijo. El nacimiento de la segunda fue una experiencia distinta; cuando me la pusieron en los brazos fue una cosa indescriptible; no la veo pero sé como es igual”.

María Soledad cuenta que su segunda hija, Michelle, nació un viernes 3 de noviembre, el día de su cumpleaños, lo que le posibilitó que ella se reconciliara con todo, con la rabia, la disconformidad, la pena… “se borró todo con tenerla a mi lado”. Y al año ya estaba esperando al tercero, José Joaquín, que al nacer resultó más llorón que sus hermanas.

En estos años ha cumplido con todas las funciones de una madre. De pequeños, los bañó a todos, los mudó –“por el olor sabía si se habían hecho caca”-, les preparó las mamaderas y los vistió –“reconocía la ropa por el tacto”-. “No me costaba encontrar las cosas, usé todas las técnicas de una mamá ciega”. Hoy dice que nada la priva de poder disfrutarlos, las caricias le permiten saber de qué color son sus ojos, piel, pelo.

-¿Para ellos ha sido diferente?
“Cuando ellos tomaron conciencia de que la mamá era ciega me sometieron a todo tipo de pruebas. Como toco las cosas para saber qué son, ellos me preguntaban si al poner la mano sobre una foto iba a poder decir quiénes eran; o me hacían bromas como cuando entraba a una habitación y se quedaban callados o me hablaban muy despacio para hacerme creer que estaban lejos y yo les decía sé que estás al lado.
“Lo he asumido con naturalidad y eso ha ayudado a que ellos también lo hicieran. Llego con bastón al colegio y es para ellos algo natural aunque hay curiosidad en los otros niños”.

-¿Ha habido cambios de roles? ¿Tú dependiente de ellos y no a la inversa?
“No se han trastocados los roles de madre e hijos por mi ceguera, no aprecio una mayor diferencia en la relación madre-hijo. Por haber sido siempre una mujer independiente he ocupado técnicas para ir sorteando la ceguera. Nunca he querido que ellos sientan que por tener una mamá ciega soy una carga adicional.
“Esto implica un mayor esfuerzo de mi parte, pero me miro más como una mamá facilitadora, compinche de sus hijos, permisiva en algunas cosas y otras no”.

-¿Cómo así?
“Bueno, rayaban la muralla y yo no lo veía. Soy una mujer ordenada y traté de no transformarme en bruja, en vez de andar persiguiéndolos aprendí a saltar obstáculos, juguetes y… nunca me caí. No ha sido una relación distorsionada; el único patrón que me doy es dar cariño al máximo y en eso mis hijos no van a tener falencias; voy a cuidar a mis nietos, me visualizo como una abuela chora, salgan ustedes a pasear que yo los cuido”.

Con ese realismo con que enfrenta la vida no puede dejar de reflexionar: “Los hijos están de paso en la vida”.

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