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Las tres edades del amor I

Desde el momento en que nacen, las personas buscan la unión amorosa con sus pares del otro sexo, atravesando por distintas etapas de vivencia del amor. Primero se acercan a través de la madre y el padre. Luego, en la infancia y adolescencia, los mueve la excitación sexual que gatilla el cambio hormonal. Ya adultos, emprenden la búsqueda de un compañero con el que viven un breve enamoramiento que, con la madurez, da lugar a la pasión afectiva. Según el autor de este ensayo, el siquiatra-sicoanalista Ricardo Capponi, este último paso es el más exigente del proceso, ya que implica "renunciar a amar al otro narcisísticamente para amarlo como es, en forma real. Su despliegue depende de la generosidad de la entrega, del propio respeto y dignidad defendida".

30 de Marzo de 2007 | 09:37 |
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Infancia y pubertad: amores plátonicos y pololeo

Llegamos al mundo con una tremenda sed de amar. Es la necesidad de apego, que toma la forma del amor por medio de ese encuentro estrecho de piel en común con la mamá, y luego menos intensamente con el papá. Es éste el amor fundante del sentimiento primario de seguridad en sí mismo y de la vida afectiva posterior. Y quienes lo ofrecen son aquellos padres cercanos que nos alimentan, protegen y cuidan cariñosamente.

Tal es el encantador amor de la infancia, que a poco andar elige al progenitor del sexo opuesto como su pareja, y compite con el del mismo sexo. Este triángulo funda las bases de la capacidad de amar en pareja cuando adulto.

A partir de la pubertad, intentamos reconstruir ese estado amoroso fascinante del pasado, pero ahora con la excitación sexual que proviene del torrente hormonal desatado y con un cambio en la dirección del deseo, ya desviado por la prohibición del incesto en la infancia. Esta vez no serán los padres el objeto del deseo, sino amigos(as) cercanos(as) que, de pronto, adquieren un magnetismo corporalizado.

Las fantasías, los escenarios imaginados y sus personajes están cargados de esas idealizaciones infantiles del pasado que se van desplazando tímidamente hacia el camino de la erotización. Son vividas primero como ensoñaciones - habitualmente en secreto- , en las que se inventan relaciones cargadas de ilusiones y romanticismos con una amiga hermosa (heredera del "hada madrina"), o un amigo tierno (heredero del "príncipe azul"). Muchos de éstos son llamados "amores platónicos", por el carácter irrealizable de la relación y la imposibilidad de conseguir al amado(a).

Poco a poco, movidos por el instinto, por los estímulos del ambiente y por las atrevidas propuestas del grupo de pares, este amor va adquiriendo un carácter francamente erotizado. El deseo y el placer se van anclando en el cuerpo: en la necesidad de tocar, abrazar, frotar, acariciar, besar; en la búsqueda de experiencias sensoriales y sensuales más intensas. El acento se va poniendo en el acceso al cuerpo del otro y su conquista.

Este deseo de vivir la experiencia concreta - de satisfacer la demanda de una excitación sexual instalada en las zonas erógenas, y potenciada por la fantasía- , lleva al adolescente a buscar emparejarse en "pololeos", "aventuras" y "affaires", todas entusiastas relaciones transitorias mezcla de ilusiones, romanticismos y "calenturas". A medida que exploran esta forma de amor, muchachos y muchachas la van integrando poco a poco a la excitación sexual. De esta forma construyen el deseo erótico, que es precisamente el móvil sexual propio de nuestra especie, y que nos distingue de los animales. Nosotros no copulamos movidos desde la excitación sexual, hacemos el amor empujados por el deseo erótico. Éste es un desafío difícil para los jóvenes, que requieren más que nunca (y hoy lo hacemos menos que nunca) de padres cercanos y educadores que ayuden a poner límites y a contener emocionalmente este caótico y arriesgado período de la vida.

Entre los 18 y los 30: El enamoramiento

Llegamos así a la adolescencia media, cerca de los 18 años. La búsqueda de pareja movilizada será más ambiciosa y definitiva. Ahora se espera a un(a) compañero(a) de ruta. Con un "mapa del amor" inconsciente que contiene deseos y anhelos acumulados por el pasado ya vivido, con una necesidad intensa de compañía donde los pares y la "patota" ya no bastan, se rastrea y escudriña buscando ese amor apenas esbozado.

A poco andar, el joven y la muchacha sienten que la(el) otra(o) llena sus expectativas, coinciden y se complementan perfectamente, tienen una misma mirada del pasado, del presente y del futuro. Sienten que juntos podrán construir ese mundo que ambos buscaban, diferente al de sus padres, que ya no les satisface y quieren superar. Se protegen mutuamente y anhelan proyectarse a futuro en una relación que se instale más allá del presente.
Este amor es experimentado como algo misterioso. Aparece sorpresivamente, no es fruto del esfuerzo, y se recibe gratuitamente.

Es vivido como un don de Dios, del destino o de la vida. Y provoca en los enamorados un sentimiento de gratitud que los rebosa. En este rebosar de amor, la vida se les expande y el mundo se les amplía: puede que juntos quieran cooperar en la construcción de una sociedad más humana y solidaria. Puede que se lancen incluso más allá de la vida, cultivando unidos un proyecto trascendente: con Dios, si son creyentes, y también desde la política, desde su oficio, reforzados por ideologías u otras formas de compromiso. Los invade un sentimiento de renacimiento. La vida se les hace un "antes de ti" y un "después de ti". Son dos etapas diferentes en sus vidas. Y la anterior, la resignifican a la luz de la actual.

Es la amenaza de perder este estado de alegría y gozo lo que despierta la aprensión, inquietud y angustia típica de los enamorados, que les da ese aire aparentemente contradictorio de felicidad y sufrimiento. Tanta maravilla se les hace amenazante, porque la sola idea de perder el tesoro recién descubierto les resulta aterradora. De hecho, cuando acontece dicha pérdida en medio del enamoramiento, es casi de regla un duelo patológico, con las características de una depresión reactiva.

Los enamorados se miran a los ojos extasiados, buscando el placer de un encuentro en "comunión" permanente. La entrega mutua es total, no hay fronteras que separen, y la unión es cercana a la simbiosis. Así es también su comunicación, abierta, transparente y auténtica.

El cuerpo del amado(a) es idealizado y aparece como el más hermoso, el más sensual y el más excitante. Este estado mental promueve la integración de la excitación sexual al amor. Se busca la relación sexual como una forma de culminar con los cuerpos lo que se vive en la mente y sus afectos.

Sin embargo, esta forma de amar, aparentemente tan pura, es bastante infantil, un tanto exaltada e irreal. En cierto sentido, loca. Está sustentada en la idealización de las cualidades del otro y en la negación de sus limitaciones y defectos. Y como la necesidad de que ese otro llene mi vacío es inmensa, se proyectan en él o ella anhelos propios y se inventan cualidades que a veces no tiene. Es una relación con un marcado tinte narcisista. Para una parte significativa de la mente, "no lo amo en cuanto un otro diferente, sino en cuanto es una prolongación de mí, que satisface mis expectativas".

Las dificultades que rodean a los enamorados son vistas con ingenuidad, se niegan los riesgos, se minimizan los inconvenientes. Es un estado mental en que predomina la exaltación, en una vorágine de entusiasmos donde se trata de que todo encaje, que nada "eche a perder la onda", aun a costas de forzar la realidad. De ahí el gran riesgo de comprometerse en forma definitiva en este momento de la relación.

Esta forma de amar, fundamental para iniciar una relación profunda y comprometida, no acontece más de dos o tres veces en la vida. Y así, enamorándonos, buscamos la pareja definitiva. Una vez encontrada, y por lo general coincidiendo con la adultez joven, la relación cotidiana y el paso del tiempo agotan la idealización, y lo negativo del otro se impone. Este enamoramiento nunca dura más allá de cuatro años. El desafío es transformarlo en una comprometida y profunda relación en base a la pasión afectiva.
A partir de los 30: pasión afectiva

Si somos capaces de renunciar a la gratificación narcisista que nos brindaba ese estado mental exaltado, desarrollaremos otra forma de amor más desprendido, capaz de aceptar al otro en su totalidad y de asumir la realidad en toda su desnudez. En esta fase, lo que une en el amor es la pasión. Para no reducirla a la pasión carnal, la llamamos pasión afectiva. La calidad de esta pasión afectiva decidirá el pronóstico de una relación a largo plazo o definitiva.
Con la pasión afectiva, nos instalamos en una relación en que se complementa un manejo saludable de la voluntad, con fines y valores en los que la pareja cree con fuerza y los cuales en realidad está decidida a cumplir.

Como esta relación se proyecta a futuro en forma más aterrizada, es precavida y cultivada. Como integra permanentemente la dura realidad, es más reflexiva y menos impulsiva. Es una relación comprometida, igualmente fiel que el enamoramiento, pero con el paso del tiempo acepta flexiblemente un cierto grado de transgresión. En ella se integran los aspectos idealizados de la pareja con sus aspectos negativos, los bonitos con los feos, y los comunes con los diferentes.

La pasión afectiva se caracteriza, así, por ser un amor generoso, donde se acepta al otro como alguien distinto a uno mismo; no se lucha desesperadamente por cambiarlo, y se disfruta en el enriquecimiento que esta diferencia provee. Al mismo tiempo, cada uno se protege del otro con una clara asertividad y una firmeza cariñosa. Estos límites estrictos están al servicio de no dejarse pasar a llevar; y de esa forma, respetándose a sí mismo, se cuida el vínculo, en cuanto se evita una relación sometedor/sometido, que socava subrepticia o abiertamente la relación.

Y junto a lo anterior, existe una gran motivación a conocer al otro y a conocerse a uno mismo, para ampliar una sabiduría y creatividad muy necesarias para el último tercio de la vida.

En este contexto, la pareja se proyecta en el deseo de tener un hijo, con todos los deberes, las exigencias y el trabajo que este proyecto requiere. En este camino van construyendo una "moral en común", que les permite adscribirse al compromiso, las interdicciones y la lealtad que dicha relación exige. Esta moral compartida no debe ser agobiante, pero tampoco de un libertinaje que arriesgue lo esencial de la fidelidad. Al mismo tiempo, hombre y mujer van distribuyendo roles en la relación, basados en el principio de complementariedad (se usan las ventajas comparativas de cada uno de ellos al servicio de la tarea en común), y en el principio de sustituibilidad (se asumen las tareas del otro cuando éste, por cualquier motivo, falla).

En esta etapa de la relación no vivimos la posibilidad de la pérdida de la pareja con ese carácter amenazante y angustiante propio del enamoramiento. No hay ansiedad de abandono, porque el vínculo es más seguro. El otro se ha ido instalando en mí, ya forma parte de mí; por lo tanto, bajo ninguna circunstancia es fácil que se vaya, ni aun cuando está ausente. A través del tiempo, la pareja ha ido construyendo un relato propio, una especie de leyenda, recordando sus inicios difíciles, sus luchas y sus triunfos. Esta historia del "nosotros" enriquece el presente.

Ahora la comunicación se va poniendo al servicio de la resolución de problemas que plantea el mundo externo, y de los conflictos al interior de la pareja derivados de su relación en intimidad. La gratitud no proviene del "milagroso" encuentro que le permitió a la pareja descubrirse - como en el enamoramiento- , sino del aprecio y valoración de lo que han hecho el uno por el otro, de su entrega mutua en lo cotidiano y en los momentos difíciles, de la compañía leal, y de una historia de dar y recibir con el cuerpo y el alma.

La fuerza de la vida sexual se va desplazando desde la idealización de los aspectos externos del cuerpo, hacia una idealización del mundo interno, de la personalidad del otro, y de la gratitud de lo vivido y compartido con el otro. El cuerpo adquiere una geografía de significados personales. Esta idealización madura energiza la fuerza del deseo sexual, y en un clima de confianza y de conocimiento mutuo cada vez mayor, permite la exploración de derivados de la sexualidad más atrevidos, que van creando un clima de complicidad en la pareja.

Enmarcados en un juego erotizado, ellos se atreven ahora a indagar en horizontes matizados por la agresión, la angustia y el dolor, que potencian la excitación, pero que son difíciles para una pareja recién formada. Estas experiencias pueden llegar a tener el carácter de las "locuras privadas" que se permiten las parejas sólidas, las cuales terminan finalmente siendo contenidas por el predominio amoroso, dejando en ellos una reconfortante huella: frente a las amenazas, los riesgos, la agresión y el odio, el amor todo lo puede.

Esta forma de amor es más plena, y más perdurable en el tiempo, si bien no tan dada y entretenida como el tobogán del enamoramiento. Requiere más trabajo emocional, más entrega y menos omnipotencia frente a lo que la limitada realidad nos ofrece. Un malentendido que hace mucho daño a las parejas casadas es la frustrada expectativa de vivir en enamoramiento, en una etapa de la relación donde eso sólo se puede dar a ratos. A raíz de dicha frustración se incuban la rabia y el resentimiento, los que impiden el desarrollo de lo pertinente: la pasión afectiva. Y, como consecuencia, el vínculo se deteriora.

Los seres humanos somos muy imperfectos, y amamos con esa misma imperfección. Ninguna de estas formas de amar que he descrito es pura; a ellas se les suman el egoísmo, el odio, la envidia, el narcisismo, y todas aquellas inmadureces que van quedando en el camino y a las que siempre nos atrae regresar. Es cierto que intentamos hacer un camino de crecimiento cada vez más generoso y desprendido. Pero, en realidad, la mayor parte de nuestra vida la pasamos yendo y viniendo, desde y hasta todas estas formas de amor en pareja. En la adultez amamos como adolescentes y a veces infantilmente, mezclando diversos grados de enamoramientos y pasión afectiva.

Sin embargo, empujados por la fuerza de la vida, nos esforzamos por crecer hacia grados mayores de madurez. Desde que nacemos, la mente busca la unión amorosa con el otro sexo. Al comienzo para consolidar el apego valiéndose de la libidinización que despierta el contacto con el cuerpo de la madre y del padre. Luego explorando el mundo más allá de los padres, acicateados por la excitación sexual que gatillan las hormonas.

En seguida, para llenar el vacío que deja la sana separación de la familia de origen, buscando un nuevo rumbo con el(la) compañero(a) enamorado(a). Y desde aquí viene el salto más exigente del proceso: renunciar a amar al otro narcisísticamente para amarlo como es, realmente. Este amor apasionado y afectuoso se inicia en la adultez y madura durante el resto de la vida. Su despliegue depende de la generosidad de la entrega, del propio respeto y dignidad defendida, como también del deseo de conocer en profundidad el sentido de nuestra existencia en medio del vínculo, por medio del otro y de mí mismo. Crecemos así en sabiduría, la cual nos prepara para reconciliarnos con ese destino inevitablemente trágico de la vida: estar determinados a que al final del camino nos acosen la enfermedad, el dolor de la limitación, y finalmente la muerte.

(Continuará)
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