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Las tres edades del amor II

11 de Abril de 2007 | 15:27 |
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Primera parte

A partir de los 30: pasión afectiva

Si somos capaces de renunciar a la gratificación narcisista que nos brindaba ese estado mental exaltado, desarrollaremos otra forma de amor más desprendido, capaz de aceptar al otro en su totalidad y de asumir la realidad en toda su desnudez. En esta fase, lo que une en el amor es la pasión. Para no reducirla a la pasión carnal, la llamamos pasión afectiva. La calidad de esta pasión afectiva decidirá el pronóstico de una relación a largo plazo o definitiva.

Con la pasión afectiva, nos instalamos en una relación en que se complementa un manejo saludable de la voluntad, con fines y valores en los que la pareja cree con fuerza y los cuales en realidad está decidida a cumplir. Como esta relación se proyecta a futuro en forma más aterrizada, es precavida y cultivada. Como integra permanentemente la dura realidad, es más reflexiva y menos impulsiva.

Es una relación comprometida, igualmente fiel que el enamoramiento, pero con el paso del tiempo acepta flexiblemente un cierto grado de transgresión. En ella se integran los aspectos idealizados de la pareja con sus aspectos negativos, los bonitos con los feos, y los comunes con los diferentes.

La pasión afectiva se caracteriza, así, por ser un amor generoso, donde se acepta al otro como alguien distinto a uno mismo; no se lucha desesperadamente por cambiarlo, y se disfruta en el enriquecimiento que esta diferencia provee. Al mismo tiempo, cada uno se protege del otro con una clara asertividad y una firmeza cariñosa.

Estos límites estrictos están al servicio de no dejarse pasar a llevar; y de esa forma, respetándose a sí mismo, se cuida el vínculo, en cuanto se evita una relación sometedor/sometido, que socava subrepticia o abiertamente la relación. Y junto a lo anterior, existe una gran motivación a conocer al otro y a conocerse a uno mismo, para ampliar una sabiduría y creatividad muy necesarias para el último tercio de la vida.

En este contexto, la pareja se proyecta en el deseo de tener un hijo, con todos los deberes, las exigencias y el trabajo que este proyecto requiere. En este camino van construyendo una "moral en común", que les permite adscribirse al compromiso, las interdicciones y la lealtad que dicha relación exige. Esta moral compartida no debe ser agobiante, pero tampoco de un libertinaje que arriesgue lo esencial de la fidelidad. Al mismo tiempo, hombre y mujer van distribuyendo roles en la relación, basados en el principio de complementariedad (se usan las ventajas comparativas de cada uno de ellos al servicio de la tarea en común), y en el principio de sustituibilidad (se asumen las tareas del otro cuando éste, por cualquier motivo, falla).

En esta etapa de la relación no vivimos la posibilidad de la pérdida de la pareja con ese carácter amenazante y angustiante propio del enamoramiento. No hay ansiedad de abandono, porque el vínculo es más seguro. El otro se ha ido instalando en mí, ya forma parte de mí; por lo tanto, bajo ninguna circunstancia es fácil que se vaya, ni aun cuando está ausente. A través del tiempo, la pareja ha ido construyendo un relato propio, una especie de leyenda, recordando sus inicios difíciles, sus luchas y sus triunfos. Esta historia del "nosotros" enriquece el presente.

Ahora la comunicación se va poniendo al servicio de la resolución de problemas que plantea el mundo externo, y de los conflictos al interior de la pareja derivados de su relación en intimidad. La gratitud no proviene del "milagroso" encuentro que le permitió a la pareja descubrirse - como en el enamoramiento- , sino del aprecio y valoración de lo que han hecho el uno por el otro, de su entrega mutua en lo cotidiano y en los momentos difíciles, de la compañía leal, y de una historia de dar y recibir con el cuerpo y el alma.

La fuerza de la vida sexual se va desplazando desde la idealización de los aspectos externos del cuerpo, hacia una idealización del mundo interno, de la personalidad del otro, y de la gratitud de lo vivido y compartido con el otro. El cuerpo adquiere una geografía de significados personales. Esta idealización madura energiza la fuerza del deseo sexual, y en un clima de confianza y de conocimiento mutuo cada vez mayor, permite la exploración de derivados de la sexualidad más atrevidos, que van creando un clima de complicidad en la pareja.

Enmarcados en un juego erotizado, ellos se atreven ahora a indagar en horizontes matizados por la agresión, la angustia y el dolor, que potencian la excitación, pero que son difíciles para una pareja recién formada. Estas experiencias pueden llegar a tener el carácter de las "locuras privadas" que se permiten las parejas sólidas, las cuales terminan finalmente siendo contenidas por el predominio amoroso, dejando en ellos una reconfortante huella: frente a las amenazas, los riesgos, la agresión y el odio, el amor todo lo puede.

Esta forma de amor es más plena, y más perdurable en el tiempo, si bien no tan dada y entretenida como el tobogán del enamoramiento. Requiere más trabajo emocional, más entrega y menos omnipotencia frente a lo que la limitada realidad nos ofrece. Un malentendido que hace mucho daño a las parejas casadas es la frustrada expectativa de vivir en enamoramiento, en una etapa de la relación donde eso sólo se puede dar a ratos. A raíz de dicha frustración se incuban la rabia y el resentimiento, los que impiden el desarrollo de lo pertinente: la pasión afectiva. Y, como consecuencia, el vínculo se deteriora.

Los seres humanos somos muy imperfectos, y amamos con esa misma imperfección. Ninguna de estas formas de amar que he descrito es pura; a ellas se les suman el egoísmo, el odio, la envidia, el narcisismo, y todas aquellas inmadureces que van quedando en el camino y a las que siempre nos atrae regresar. Es cierto que intentamos hacer un camino de crecimiento cada vez más generoso y desprendido. Pero, en realidad, la mayor parte de nuestra vida la pasamos yendo y viniendo, desde y hasta todas estas formas de amor en pareja. En la adultez amamos como adolescentes y a veces infantilmente, mezclando diversos grados de enamoramientos y pasión afectiva.

Sin embargo, empujados por la fuerza de la vida, nos esforzamos por crecer hacia grados mayores de madurez. Desde que nacemos, la mente busca la unión amorosa con el otro sexo. Al comienzo para consolidar el apego valiéndose de la libidinización que despierta el contacto con el cuerpo de la madre y del padre. Luego explorando el mundo más allá de los padres, acicateados por la excitación sexual que gatillan las hormonas.

En seguida, para llenar el vacío que deja la sana separación de la familia de origen, buscando un nuevo rumbo con el(la) compañero(a) enamorado(a). Y desde aquí viene el salto más exigente del proceso: renunciar a amar al otro narcisísticamente para amarlo como es, realmente. Este amor apasionado y afectuoso se inicia en la adultez y madura durante el resto de la vida. Su despliegue depende de la generosidad de la entrega, del propio respeto y dignidad defendida, como también del deseo de conocer en profundidad el sentido de nuestra existencia en medio del vínculo, por medio del otro y de mí mismo.

Crecemos así en sabiduría, la cual nos prepara para reconciliarnos con ese destino inevitablemente trágico de la vida: estar determinados a que al final del camino nos acosen la enfermedad, el dolor de la limitación, y finalmente la muerte.

*Ricardo Capponi es siquiatra, sicoanalista, profesor de la Facultad de Medicina y la Escuela de Psicología de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Preside la Asociación Psicoanalítica Chilena y es autor del libro "El amor después del amor", entre otros.
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