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¿Por qué le hacemos el quite al matrimonio?

Que los chilenos y chilenas nos estamos casando tarde, mal y nunca es un hecho. Así lo demuestran las alarmantes cifras que nos acercan cada vez más a las costumbres y prácticas de vida de países desarrollados.

11 de Septiembre de 2007 | 10:25 |
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¿Será que somos más inmaduros que antes? o ¿más liberales? o simplemente, ¿privilegiamos otros aspectos antes de asumir este compromiso?

La edad media de los contrayentes de matrimonio ha ascendido notoriamente. En la mujer, de 23.8 años en 1980, a 27.2 en 2001 y en el hombre, de 26.6 a 29.1.

Soledad Torres, sicóloga especialista en parejas de Reencantar, plantea un asertivo análisis sobre esta realidad.

Según la terapeuta, el matrimonio ha pasado a ser visto como una opción o un proyecto que sería posterior al “logro personal”, ya no sólo de la madurez biológica sino que también de la madurez social, que pasa por la posibilidad de lograr autosostenerse económicamente. “En ese sentido, las posibilidades de desarrollar estudios superiores y posteriormente tener un buen trabajo serían metas previas para luego estabilizarse en una familia”, explica.

La sicóloga agrega que se observa un marcado acento en “el disfrutar de la juventud y de una etapa de libertad con un cierto nivel de independencia y poco compromiso, lo cual es percibido por muchos como una etapa previa necesaria que permite asumir de mejor forma y más maduramente los compromisos propios del formar familia”.

Además del hecho de que nos estamos casando mayores, la tasa de nupcialidad ha descendido notoriamente, ya que muchas parejas optan por convivir antes de contraer el vínculo.

En el último Censo, la proporción de personas de ambos sexos que declararon ser convivientes, aumentó de un 5.6% (en 1992) a un 8.9% (en 2002). Mientras, las que se declararon casadas ha disminuido de un 50.7% a un 46.2%. Según cifras del INE, la tasa de nupcialidad en 2001 era de 4.2, mientras que en 1980 de 7.7.

El tener más experiencias de pareja o de conocer mejor a la pareja antes de consolidarse, ha llevado a abrir una serie de etapas intermedias entre el tradicional pololeo y el matrimonio, que ha redundado en que la mayoría de los hombres y mujeres tienen una mayor experiencia de parejas previas a la pareja con que se casan y al mismo tiempo tienen un mayor conocimiento de su pareja antes de formalizar la relación”, explica la terapeuta.

Veamos qué pasa en cada género por separado: las mujeres casadas disminuyeron aproximadamente en 5 puntos porcentuales (de 49.4% en 1992 a 44.9% en el 2002). En el caso de los hombres, en 1992 había un 52.1% de casados y en 2002, sólo 47.5%.

¿Son éstos procesos distintos? Para la sicóloga, “son más bien similares los que inciden en la postergación del matrimonio y el tener hijos, sólo que en el caso de las mujeres, este es un proceso más nuevo y más bien se ha ido equiparando como meta, que antes atañía sólo a los hombres y que ahora se da para ambos géneros por igual”.

La especialista advierte los peligros de esta realidad. “Cuando una persona ha tenido la posibilidad de vivir solo y autosuficiente, puede sentir que es algo a lo que no desea renunciar y que le dificulta el transar y los acuerdos necesarios para sostener una relación de pareja. Esto conlleva a luchas de poder al interior de la pareja, que están sustentadas sobre el paradigma de una reciprocidad peso a peso y genera un clima competitivo al interior de la relación”.

Pero también tiene su lado positivo: “El postergar el matrimonio puede permitir que la unión de la pareja, sea entre dos personas maduras que eligen emparejarse conociendo realmente al otro y desde una real opción”, concluye Soledad Torres.
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