Mientras el matrimonio va en retirada, la convivencia en pareja está en ascenso y pareciera ser una práctica cada vez más común y aceptada en nuestra sociedad. Son muchos los jóvenes (y no tanto) que optan por convivir, ya sea antes de contraer el vínculo o como opción de vida.
Son varios los factores que han influido en este tema. Uno de los más importantes es que ya no es necesario casarse para formar familia.
1999 fue un año que marcó un hito en cuanto a la legislación familiar, ya que con la nueva Ley de Filiación se le otorga igualdad de condiciones para hijos nacidos dentro y fuera del matrimonio. Es decir, terminó con la retrógrada diferencia que se hacía entre hijos legítimos, ilegítimos y naturales.
Éste y otros factores, como que somos menos tradicionales que antes, ha hecho que cada año más parejas prefieran esta opción y que, además, sea una práctica más aceptada.
En el último Censo, la proporción de personas de ambos sexos que declararon ser convivientes, aumentó de un 5.6% (en 1992) a un 8.9% (en 2002).
Según una encuesta realizada el año pasado por la Fundación Futuro, el 51% de los consultados aprueba la convivencia antes del matrimonio, cifra que aumentó considerables 14 puntos porcentuales respecto de la medición efectuada en 2000.
Pero, cabe preguntarse, qué se debe tener en cuenta antes de tomar esta decisión.
Para la sicóloga especialista en parejas, Sandra Ahumada, existen distintas modalidades en este proceso. “En algunas personas se da como una toma de decisión muy consciente y meditada, evaluando pros y contras. En otras, se da como un proceso gradual en que uno se ‘empieza a quedar algunos días’ en la casa de la pareja y esta situación progresa hacia una convivencia estable”.
Un sinnúmero de factores influyen a la hora de tomar esta decisión: desde personales (experiencias de pareja previas), la priorización de proyectos personales (laborales, profesionales, familiares), el nivel de ingresos, factores sociales y culturales (valores asociados a la convivencia, si es vista como algo positivo o negativo), experiencias de familias o amigos en relación a convivir (si es algo común en el núcleo cercano), etc.
También se deben considerar las distintas presiones: el temor al fracaso (a no llevarse bien, a no lograr compatibilizar los estilos de cada uno), el temor a perder espacios personales. Y otros que dependerán de cada caso específico. Por ejemplo, la opinión de la familia.
“Ésta tiene un peso distinto en cada caso y dependerá de qué tan fluida y adulta sea la relación con los padres y de si se ha tenido un tiempo de vivir solo(a) o no”, explica la especialista.
También hace una distinción para quienes la religión es un tema importante en su vida. “El cuestionamiento o sanción por parte de la Iglesia a la convivencia genera inseguridad o culpa frente a esta alternativa. Pero, en general, sobretodo en las generaciones mas jóvenes la convivencia es una modalidad de relación validada y aceptada”.
Otro factor a considerar es el tema que aparece en personas que pasan de vivir cómodamente con los padres a vivir en pareja, sin un período anterior de vivir solo(a) y puede aparecer en momentos iniciales del proceso. “En ese aspecto, es importante que cada uno aprenda a hacerse cargo de sí mismo, en un sentido amplio, no sólo generando ingresos propios, sino que también organizando su vida, tomando decisiones propias, es decir, haciéndose cargo desde sus necesidades más básicas hasta la plena autonomía (económica, afectiva y social)”, señala la terapeuta.
Ahora bien, uno de los puntos más importantes en este proceso guarda relación con el sentido asociado a la pérdida de libertad “El temor a perder espacios propios (amistades, carretes, horarios) y sobretodo el sentido de compatibilizar estilos de vida, hábitos domésticos, etc. generalmente se visualiza de manera negativa, como una pérdida de libertad y no como una posibilidad de crecimiento a partir del encuentro con otro que es distinto a mí”, sentencia Sandra Ahumada.