Como si viéramos varias veces una misma película, año a año, al acercarse su fin, revivimos los mismos episodios: evaluaciones y graduaciones; Navidad, Año Nuevo y, para algunos, el Mes de María; para las empresas cerrar el año, ejecutar los presupuestos faltantes, evaluar al personal, decidir dotaciones. Los estudiantes preparan la PSU. Todo a un ritmo vertiginoso que en muchos desata la ansiedad.
El problema de la rapidez -muy propia de las ciudades modernas- es que transforma las tradiciones en "rutina", desvistiéndolas de significado para las personas. Según la Real Academia Española, rutina es el "hábito de hacer las cosas por mera práctica y sin razonarlas".
La rutinización, junto con "vaciar" los actos de significado personal, hace perder lo esencial de las tradiciones, que es el valor de reforzar nuestra identidad, creando cultura comunitaria, de escuela, empresa, familia, de fe y sociedad.
Agregarle valor a la rutina y recuperar la tradición implica sumar reflexión, explicitando y resignificando el sentido de lo que hacemos. El dejarse sorprender cada año se cultiva, lo que requiere de la inversión de tiempo.
Así, si no nos gusta recibir tarjetas de Pascua sólo de bancos y casas comerciales, entonces enviemos tarjetas escritas por nosotros mismos a quienes de verdad nos importan.
Si nos aburren las graduaciones y fiestas de fin de año, diseñemos actos más significativos, vitales, con humor, chispa, canto, y hagamos discursos cortos, pero relevantes y desafiantes, acerca de aquello que nos emociona. Si nos agobiamos por transformar la Navidad en frenética búsqueda de regalos al alcance del bolsillo, recordemos el sentido de la Buena Nueva y resolvamos lo práctico a partir de lo fundamental.
La idea es recuperar el valor de hacer de este tiempo una entretenida cruzada por preservar nuestras tradiciones, revitalizando nuestro sentido de ser comunidad y dejar de lado esa extenuante carrera de hacer "cosas".