EMOLTV

Pescador, mecánico y chef

01 de Octubre de 2008 | 08:59 |
imagen
Coco Pacheco se sienta en su oficina, un lugar que cuenta con su propia cocina y cocinero, su secretaria con un computador, y una mesa de comedor que, claro, parece ser la mesa de trabajo del chef.

Está rodeado de esculturas de bronce y cobre que cuelgan del techo y de fotografías, entre ellas una donde aparece su brazo y su frente asomándose entre la multitud que vitoreaba al Papa Juan Pablo II cuando le dispararon, y la cual acompaña con su historia correspondiente, que incluye al propio Coco entre el grupo que inmovilizó a Mehmet Ali Agca, para quitarle el arma, frente a Su Santidad ensangrentada.

Tras dejar el nefasto recuerdo colgado en su sitio, el chef se sienta en su escritorio-comedor, toma una libreta, la abre y la deja en posición vertical para escribir.

“Yo siempre he tenido dislexia. Se me cruzan las palabras, así que tengo que leer con una regla… Por eso pongo los cuadernos así, en vertical. Antes no era tratada esta enfermedad y yo era para los profesores un tontito. Me ponía nervioso, tartamudo y transpiraba. Y siempre era Coquito no sabe leer, así que se queda repitiendo de curso, Coquito es tonto.

Pero, tras repetir y repetir de curso, fue enviado hasta Puerto Montt, a los 9 años, a vivir con sus padrinos. Fue en esa ciudad donde el futuro chef conoció las maravillas del mar, sus sabores y la vida del pescador.

“Yo no conocía el mar. Ahí lo conocí con los pescadores. Salía pescar, a bucear con los buzos. Yo era el que bombeaba y me pagaban por eso. Eran los tiempos de los buzos con escafandra, con zapatos grandes y pesados. Mariscaba con un hualato y un chinguillo, a pata pelada. Así conocí la jaiba, las ostras salvajes, los erizos, el picoroco, el piure… Me lo comía ahí mismo, con un cuchillo, le echaba limón, en la misma roca, así que le decíamos ‘piure on the rocks’. ¡Rico!”.

“El capitán se llamaba Rafael y teníamos la lancha número 6. Era un lanchón de la cooperativa de pescadores de Puerto Montt y éramos unos 8 tripulantes. Yo era uno más. Mi misión era contar los pescados, venderlos, contar la plata y dividirla, comprar el petróleo, los víveres: café, azúcar, todo”.

Así fue como Coco Pacheco comenzó sus conocimientos que lo llevarían a tener uno de los mejores restaurantes de pecados y mariscos, conocido a nivel internacional.

Pero, tras volver a Santiago a los 14 años, el mar quedó relegado por la mecánica, el único oficio que le gustaba y que vio factible de realizar, debido a su dificultad con la lectura.

-No hay mucha relación entre ser mecánico y chef.
“Es que siempre me gustaron las tuercas. Yo nunca pensé que iba a ser chef y menos que iba a tener un restaurante. Mi meta de niño era ser mecánico, y mis tíos me regalaban la ‘Mecánica popular’, iba al Mercado Persa a comprar tuercas y armaba y desarmaba autos en el barrio. Yo soy un comerciante innato, entonces, les afinaba los motores. Si estaba aburrido, fundía el motor a propósito para arreglarlo. Por eso entré a la Universidad Técnica para ser mecánico, pero me di cuenta de que mi dislexia me traicionó cuando empezaron a meterme álgebra, inglés, química, física… cagaba. Me puse cimarrero. Después, hablé con mi papá, debí haber tenido unos 18 años, y le dije: Papá, la cabeza no me da para estudiar mecánica y estoy haciendo la cimarra hace un año.

“Ya poh, agarra la escoba y te pones a barrer en mi bodega”, le dijo su padre, que era dueño de un local en La Vega. Por 6 meses tuvo a Coco “tragando tierra”, como dice, mientras que paralelamente conoció el mundo del “pato malo” del feriante, el comerciante y el dueño de fundo.

De lo aprendido, hoy es recordado como parte de su “Universidad de Las Vegas”. “Me llamaban el zorro, porque yo saltaba entre los camiones. Llegaba a las 4 de la mañana a Pío Nono con Patronato a comprar como 200 camiones cargados, todos los días, y tenía que revisarlos uno por uno. A las 7 de la mañana tenía todos vendidos. Ésa era mi pega”.

-¿Y en qué minuto aparece la gastronomía?
“Fue en el año 71. En esa época, en Lyon, había una casa grande y vieja, de 3 pisos, que era de un medio pariente de mi señora y nos dio esa casa para que no se la tomaran. Nosotros fuimos, prácticamente, los cuidadores y pagábamos sólo los gastos comunes. Vivíamos en el tercer piso y, con mi espíritu de comerciante, pensé en montar un restaurante en el primer. Pero era un palo blanco. Yo ponía como 4 o 5 sillas, y las señoras de acá arriba estacionaban su auto y me pasaban la lista: confort, pasta de dientes, arroz, aceite…”.

-Mercado negro con todas sus letras.
“Sí, estuve en el mercado negro, como tenía los contactos en La Vega… Si hubiera seguido así, sería más rico que Andrónico Luksic. Se ganaba la plata por saco, pero la inflación era muy fuerte así que había que comprar y vender muy rápido. A la vez, había inseguridad de que te pillaran… Una vez, ahí en Lyon, estaban descargando arroz y se rompió una caja a las 5 de la mañana y quedó la estelita de arroz mostrando dónde estaba la bodega. Al tiro se formó una cola y llamaron a los pacos. Las viejas me hicieron abrir y encontraron 10 toneladas de arroz fuera del precio oficial. Pasaban esas cosas, pero era entretenido. Bueno, había que ser pato malo. Había que estar con un séquito de gente. Descargábamos en la noche, empezábamos a las 9 y terminábamos a las 7 de la mañana. Trabajábamos al revés del mundo”.

-Pero, ¿y la gastronomía?
“Fue ahí, en el restaurante, que empecé a inventar platitos chicos. De repente, los amigos pescadores del sur de Chile mandaban una cajón de choro zapato y cuando la gente venía a comprar, me decían que no los habían visto nunca. Se los hacía a las brazas y quedaban espectaculares y me decían ’¿por qué no pones un restaurante? Yo vendría todos los días a comer esta cuestión’ y yo: ‘¡Tai’ loco! No, hombre, si esto es para que estés esperando media hora mientras yo te cargo el auto’. Entonces, cuando ya 20 personas distintas me decían lo mismo, hablé con mi suegra, italiana, que le pegaba a la cocina, y le conté, pero le dije ‘Yo no cacho nada, fuera de hacer un huevo frito”…. Al final inauguré el 75, el 15 de julio, con Julio Iglesias”.

-¿Cómo conseguiste que Julio Iglesias estuviera ahí?
“Fue suerte. Yo había ido a invitar al alcalde de Providencia de ese momento, y él me dijo: ’Oye, ¿no querí’ que vaya Julio Iglesias?’. ‘¿Y quién es Julio Iglesias?’, le dije yo. ‘No, si acaba de ganar el (Festival de) Benidorm y está acá en el Festival de Viña matando…’. Y yo: ‘¡Ah, el pinteado!’. Si no lo conocía nadie”.

El trato quedó en que el alcalde conseguiría al galán ibérico, mientras Coco cobraría entradas por la inauguración y el dinero obtenido iría para la institución “Pequeño Cottolengo”.

“Esa vez vino, no cantó, pero ayudó en unas rifas. Las mujeres se volvieron loquitas. Se subían arriba de las mesas y se le tiraban al cogote. Lo tuvimos que sacar por la puerta de atrás. No podía ir ni al baño, porque lo seguían hasta allá. Me impactó, porque no era la lola ni la rascoide, sino que eran viejas cuicas de acá de Providencia”.
EL COMENTARISTA OPINA
¿Cómo puedo ser parte del Comentarista Opina?