Entre las vivencias que uno agradece como joven en las primeras prácticas laborales está la oportunidad de aprender de y con otros más experimentados. Lo he vivido y también oído de mis amigos, que se sienten gratificados en lo que hacen.
Un lugar donde se confíe en el practicante y en sus capacidades; donde se tenga la libertad de crear y explorar, pero no solo. Relaciones cercanas con referentes adultos abiertos a compartir una vida de aprendizajes, logros y errores hacen diferencia.
Surgen algunas observaciones sobre lo que hoy amenaza esta relación de cooperación intergeneracional.
Los jóvenes con más estudios y títulos en Chile y en el extranjero, habilidades mejor incorporadas para el acceso a extensa información virtual y al manejo de nuevas y cambiantes tecnologías pueden generar la ilusión de no necesitar de quién aprender. Se desea ser tratado como un par, y nada se quiere saber de "superiores", desestimando así el conocimiento que da la experiencia.
Adultos que, en medio de la reducción de puestos de trabajo y una competitividad creciente, sienten amenazados sus cargos por estos jóvenes energéticos y más económicos.
O bien adultos que, seguros y concentrados en su éxito personal, dejan a los jóvenes solos.
Es como si se creyera que el logro de las metas no requiere de un otro. Compartir un saber empodera a un segundo, algo que se vuelve posible cuando en ello no se percibe una amenaza y existe colaboración entre generaciones.
Los jóvenes necesitamos tener mayor conciencia de nuestras limitaciones y del valor de la experiencia.
Los adultos encontrarán que las experiencias son más gratificantes cuando existe un aprendizaje conjunto y al valorar la diversificación de talentos y "poderes" para el logro de metas comunes.
Ambos actores requerirán que las organizaciones asuman también la responsabilidad de generar los contextos para hacerlo posible.