“Todo pasa. Hay que vivir la vida tranquilo, gozarla, amar, hacerse amar, y aceptar los días como vienen”, aconseja Vittorio Di Girolamo, y es difícil no creer en sus palabras cuando hoy, a sus 82 años, logra rescatar, incluso, los aspectos positivos de un momento como la Segunda Guerra Mundial, la que vivió en carne propia en Roma, antes de que su familia se trasladara a Chile, cansada del mal pasar tras la derrota bélica de Italia.
El amor a Dios, a la amistad, a la patria, a la familia y a la vida, fue una lección que aprendió en su tierra natal, ocupada por tropas enemigas.
Ya lejos del tumultuoso siglo XX, se siente en la plenitud de su vida, siempre acompañado de sus libros, del ejemplo de su maestro Leonardo Da Vinci –al que presentó en profundidad a los espectadores del documental “Leonardio Lui”- y rodeado de su familia, compuesta por Marta Armanet, su esposa, y sus seis hijos y siete nietos.
Alto, delgado y feliz, así se lo ve, y asegura mantener su horizonte fijo en crear nuevos proyectos que le permitan trabajar en alguna de sus tantas pasiones y oficios que conforman las mil caras de este hombre; renacentista, arquitecto, pintor, profesor, escenógrafo, director, dibujante, escritor, italiano… ¿y chileno?
“Soy italiano, no chileno. Yo tengo carnet de extranjería. Llegué en el ‘48 y no me dieron ninguna nacionalidad. Yo no la pido y evito todo. Acepté por primera vez una condecoración porque me la dio el Senado, y como yo soy romano, sé lo que es el Senado; es algo que está por encima de los partidos, es otra cosa”.
-¿Y no tiene ningún interés en tener la nacionalidad?
“Pero es que yo integré a mi alma a Chile. Desde un principio quise ir al sur de Chile, tan famoso. Y me fui a Puerto Montt en tren y conocí toda la zona del sur. Después fui al norte. Así empecé a amar el paisaje chileno, como italiano que soy. ¡Qué maravilla! El mar inmenso, los hielos patagónicos, el desierto de Atacama ¡Qué país! Lo amo tanto. Yo y Chile nos amamos. ¿Para qué quiero la nacionalidad? Me tratan muy bien ustedes. Así que me la den o no, me da lo mismo. Estoy bien así, casado con chilena, con hijos chilenos y nietos chilenos. He enseñado en todas las universidades. Todos me quieren. Yo me siento chileno”.
Entre sus logros académicos en la enseñanza superior del país, Di Girolamo destaca haber sido uno de los primeros en proponer la idea de que las universidades no se centraran sólo en la capital. Además, organizó la “Universidad Abierta”, en la Universidad de Concepción, donde invitó a todos los países a participar con representantes culturales, incluyendo al grupo de teatro de vanguardia italiano que enseñó en Chile Raffaela Rossellini. “Se izaron todas las banderas, incluso la de China comunista, en pleno régimen militar”, recuerda.
La pinacoteca de la Universidad de Talca, la revista universitaria, el Instituto Abate Molina, todo lo hizo por cariño al país que lo recibió y del que ideó un nuevo mapa, “con el norte en el océano Pacífico y no en Arica”.
-¿Sigue los partidos de la Selección de Fútbol? Dicen que usted es un amante de ese deporte.
“A mí me gusta mucho el atletismo, porque soy de cultura clásica, griego-latina. Pero además, por ser italiano, me encanta el fútbol. A Juventus lo llevo en la sangre, porque por mucho tiempo dio sus mejores jugadores a la selección italiana, que fue dos veces campeona del mundo. Y cuando llegué a Chile, pregunté si había algún equipo que fuera blanco y negro, porque los Di Girolamo vienen de la ciudad de Siena, que tiene un escudo de la edad media, blanco arriba y negro abajo. Así que soy colocolino. Todos mis hijos son de la Católica, pero mi nieta (Valentina), la mayor, es colocolina y ella me adora y yo la adoro porque somos colocolinos los dos. Hay toda una rivalidad en mi familia por eso”.
-¿Cómo era el Chile que usted encontró cuando llegó?
“Era otro país; había menos habitantes, no existía el esmog y había un tranvía como en Roma. Nosotros llegamos a la pensión Anguita, en calle Ejército. Yo salía a pie, tomaba el tranvía y llegaba hasta Plaza Egaña. Conocí Santiago en tranvía. Era muy bonito y todos los días del año -a mí que me gustan los Alpes en Italia- se veía la montaña chilena. Desde cualquier parte de Santiago la cordillera de la costa y de los Andes se veían, sin esmog. Pero la ciudad ha cambiado mucho y también ha cambiado el tema que me interesa a mí, la juventud. Para un italiano de mi edad que ha estudiado los libros, el profesor es un maestro muy querido, porque es maestro de verdad. En mis tiempos él sabía mucho. Y hoy ves cómo los profesores ocupan la facultad. Pero ojo, no estoy acusando a la juventud. Yo creo que los métodos pedagógicos en todas las edades y en las universidades están obsoletos. Hay que renovar. La juventud es violenta, cierto, pero porque no es comprendida”.
-¿Responsabiliza a los profesores?
“Ser maestro no es estudiar pedagogía, tener un título y llegar como un especie de oficial frente a la infantería. Pero el maestro no tiene culpa. ¿Cuánto gana? ¿Con esa plata se puede comprar una biblioteca? Yo me compré mis libros y otros los heredé de mi padre; son mi fuente. Creo que el método pedagógico no sintoniza con el tiempo presente y los profesores no tienen los medios para informarse. Ellos son importantes, porque la próxima generación depende de esta gente. Deben estar muy bien preparados y bien pagados. Eso es lo que pasa”.
-A diferencia de la juventud de hoy, usted vivió una bastante dura con la segunda Guerra Mundial. ¿Qué lecciones de vida sacó de esa época tan cruda?
“¿Por qué cruda? Si con los bombardeos tienes que hacer cola todos los días para obtener un litro de agua, si durante años te dan una especie de estampilla para tener un trozo de pan al día, es terrible, pero tú aprendes a apreciar el pan, el agua, la vida, la amistad, el amor a la patria. Me pueden decir ‘pero usted fue derrotado’, claro. Pero fueron Rusia, Inglaterra, Francia, Estados Unidos, todos, contra Italia y Alemania. Perdimos, pero no por incapacidad o por cobardes; nos aplastaron. Pero cuando pierdes y eres humillado, no odias al enemigo, pero una cosa sí que pasa, amas más a tu patria. Yo la vi sufrir. Así que aprendí de mi juventud el amor a Dios, a la familia, a la patria, al esfuerzo y al sacrificio. Y así sigo hasta hoy en día, igual que mi hermano Claudio y Pablo”.
-¿Qué es lo que más extraña de Italia, de Roma?
“Yo por suerte viajo. Dos o tres veces habré pagado mi pasaje, porque siempre soy invitado, así que voy periódicamente y no sólo a Roma, también a Florencia, Venecia, Milán... Y a veces he llevado grupos como guía cultural. Pero cuando voy a Europa y veo que el paisaje tiene un pueblecito aquí y otro allá -es muy habitada- echo de menos la inmensidad de Chile, los hielos patagónicos, el desierto de Atacama, los bosques de Aysén, donde no hay nadie, sólo el silencio, la inmensidad. ¡Qué maravilla! Pero cuando estoy acá en Chile es al revés, echo de menos la presencia humana del paisaje”.
Mucho antes de zarpar en el barco que lo trajo por estos mares, otra larga y estrecha franja de tierra acunaba las andanzas de don Vittorio. Aún recuerda con cariño los dos departamentos que habitaba con su familia en Roma, unidos por una terraza donde jugaba fútbol con una pelota de trapo, junto a sus hermanos y amigos. De un lado, su casa. Del otro, la caverna: el solemne taller de Giulio, su padre, en el que pintaba y recibía las visitas de artistas e intelectuales italianos.
Don Giulio, apodado “el mago” por los amigos de Vittorio –y quien posee una sala con su nombre en la Universidad de Talca-, entregó a sus visitantes historias fantásticas y llenas de efectos especiales a través de su “teatrino”, el escenario creado para las marionetas que alegraron las tardes de los Di Girolamo durante la guerra.
“Era mágico. Toda la familia ponía sus voces para estas marionetas, que se movían muy bien con con hilos. Papá las hacía con sus manos. Los espectáculos se daban una o dos veces al mes y no iban solamente los niños, también iban sus padres invitados por nosotros, además de los artistas. El amor al teatro que tenemos los Di Girolamo partió de ahí”.
Por otro lado, estaba doña Elvira Carlini, “la gran reina de la familia, fantástica mujer, buena economista, estricta, fantástica formadora”, y dueña de un arte culinario que fue legado a la esposa de Vittorio. La receta de su lasaña llega a ser más que una leyenda hoy en día.
-¿Podría decirnos qué hace tan rica esa receta?
“Es secreto. Tú puedes hacer la masa, le puedes poner encima lo que quieras, pero hay cierta cosa en la salsa que le echas que es un secreto y no te lo voy a decir. Es fantástica. Mi hermano Claudio la hace muy bien. Yo no, a mí me da lata. No soy goloso. Nadie me cree, pero como cualquier cosa, desde siempre. Para mí, fruta, pescado y ensalada es suficiente. Me gusta todo lo que la juventud no come, las legumbres las amo. Los porotos… ¡Qué ricos!”.
-La primera comida que comió con su familia, cuando llegó a Chile, fue porotos con rienda, ¿no?
“Yo me escandalicé. Cómo se les ocurre… O son tallarines o porotos, una cosa o la otra. No las pueden mezclar, es una locura. En la pensión donde llegamos al principio, la comida no era muy buena. Mi madre se escandalizaba porque en cada sopa había cabellos, porque la empleada -que era feita- al ver que éramos tres jóvenes hermosos, italianos y solteros, se soltaba el pelo y dejaba los cabellos en la comida.
“Cuando tuvimos nuestra primera casa, en Plaza Ñuñoa, mamá empezó a cocinar maravilloso. Además, conocí la marraqueta chilena. Recuerdo que en la guerra faltó el pan, ¡y yo era muy de pan, me encantaba! Saliendo de plaza Ñuñoa, había una panadería cerca. Y un día sentí el olor cuando lo estaban recién sacando del horno. ¡Era un perfume…! Entré y pedí un sobre de pan, y estaba tan perfumado y calentito que me senté en la plaza a comer. La gente pensaba que pedía limosna, pero yo les decía no. Y comí. Estaba en el paraíso”.
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