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Magdalena Hurtado: La increíble historia de una chilena en medio de Etiopía

Esta psicóloga trabajó más de un año en campos de refugiados en el lugar más caluroso del planeta. Hoy encabeza una campaña para reunir los fondos que concluyan el área pediátrica de un hospital en una localidad de la región de Afar.

21 de Noviembre de 2012 | 08:12 | Por María José Errázuriz L.
Estuvo nueve meses en Etiopía, la primera vez, y durante todo ese tiempo durmió en el patio de su casa rodeada de un mosquitero, porque la temperatura era altísima: en el día podía llegar a los 50° C. Por lo mismo aprendió rápido que tenía que tomar 8 litros de agua, un bien muy escaso, al día porque si no, simplemente, después del mediodía no podría caminar.

En todo ese tiempo, pese a sus esfuerzos, nunca pudo sacar carné de manejar porque la burocracia en ese oriental país africano es tan, pero tan, grande que nunca logró conseguir todos los papeles necesarios.

A Magdalena Hurtado se le iluminan los ojos cuando habla de su experiencia en la localidad de Asaita, en la región de Afar, apesar de los miles de niños que mueren de hambre, infecciones y malaria y otros miles sobreviven en campos de refugiados que pareciera nadie quiere erradicar.

En 2010, con sólo 22 años y en medio de sus estudios de psicología en la UC, quiso partir de voluntaria al África y a través de internet dio con una ONG española, Amigos de Silva, que desde hace 7 años hace un trabajo silencioso, pero muy efectivo, en la zona.

Sin conocer a nadie, aterrizó en Addis Abeba, la capital de Etiopía, se puso a disposición del jefe de la ONG, Paco Moreno (un abogado español que lo abandonó todo por estar ahí) y se concentró en los dos proyectos que desarrollan: construir pozos de agua y dar asistencia médica a los habitantes de esa área. La tarea no es menor si se considera que las mujeres caminan 50 kms. diarios para recoger un bidón de agua y si a mitad de camino se les coloca un pozo, la vida les cambia sustancialmente.

Ex alumna del Villa María, realizó los clásicos trabajos de verano de la UC y también fue profesora en el Infocap, pero algo más profundo, que no puede explicar muy bien, la impulsó a ser voluntaria en África. Hoy, ya recibida, trabajando en la Agencia de Calidad de la Educación, añora con volver, cosa que hizo por dos meses este año.

Su breve regreso la desanimó porque comprendió que la ayuda europea –por la crisis- se detuvo y la construcción del hospital en el que Amigos de Silva se involucró, peligraba. Por eso, ha organizado una exposición de su experiencia en videos y fotos para reunir fondos, que tendrá lugar el 5 de diciembre en la galería La Sala. (mail exposicionmukat@amigosdesilva.org)

-¿Por qué elegir África habiendo tantas opciones?
“Quería ir a una parte por harto tiempo para poder entender su cultura, su forma de vida. No me imaginaba haciendo un viaje de placer a África con mi familia y en ese momento, el 2010, tenía tiempo; mi sensación era que necesitaba insertarme en un grupo porque sola era poco lo que iba a poder hacer.
“En este caso, es tan diferente el idioma, la cultura –Etiopía tiene mucha presencia musulmana- que necesitaba una institución que estuviera detrás. Además, era mujer y sola mi viaje habría sido poco efectivo”.

-¿Por qué hacerlo con Amigos de Silva?
“Las ONG grandes piden de voluntarios a profesionales recibidos un período mínimo de dos años. Ninguna de mis amigas me podía acompañar y gracias a un hermano que estuvo en España pude contactarme con Paco.
“En Chile está África Dreams, pero en ese momento no tenía posibilidad de mandar gente; además, si bien creo en las instituciones, no quería estar en un grupo grande porque tú no sabes si más bien obstaculizan. Amigos de Silva es muy chico, pero muy efectivo, donde los recursos no se diluyen en la burocracia”.

Su vida en Asaita la rememora con alegría. El 2010 podía vivir sin problema con 4 mil pesos chilenos al mes ya que un kilo de tomates costaba 40 pesos. Ahora las cosas han cambiado y la inflación de Etiopía se empina sobre el 46%. “Etiopía es un país de muchos contrastes; es el centro de la Unión Africana, entonces en la capital hay muchos recursos, de hecho ahí está el Sheraton más lujoso del mundo. En la capital hay una pobreza urbana muy dura, con gente que duerme en las carreteras y los Hummer (jeep) les tienen que hacer el quite. En Asaita la vida es más simple, en cambio Addis Abeba es una ciudad caótica, donde todo está viciado, muchas cosas son sórdidas”, cuenta.

-¿Hubo algún momento en que estuvieras asustada?
“No soy muy miedosa y en todo el tiempo que estuve allá nunca pasé un susto grande, sólo cuestiones puntuales. Confío mucho en mí, creo que en una situación de riesgo sabré qué hacer, pero en la capital el tema era más fuerte. De hecho, el primer día, a horas de aterrizar, Paco me dejó en el centro de la capital y me mandó a sacar un permiso para entrar a un centro de refugiados. Aperré no más, atiné”.

-Frente a la realidad que viste, ¿no te resultó frustrante?
“Creo que mi experiencia fue maravillosa. Obviamente, más de alguna vez derramé lágrimas por frustración. En esos meses trabajé como china y por cosas muy pequeñas, como sacar fotos de las míseras condiciones, de repente, las autoridades nos echaban del campo de refugiados con lo que dejábamos todo sin terminar. La impotencia y la rabia me ganaban, además, como eres mujer ni siquiera te miran a los ojos y yo estoy acostumbrada a que me escuchen.
“Es verdad que hay harta pobreza, más en el capital que en Asaita, pero ellos están en paz. Ahora igual, hay cosas intolerables como que los niños se mueran de hambre o que exista todavía un 90% de mutilación genital femenina. Traté de nunca mirarlos desde el prejuicio, conocí a los verdaderos musulmanes”.

-¿Cuál crees, hoy, que fue tu aprendizaje?
“En niveles bien concretos: que el trabajo bien hecho resulta. En África hay miles de organizaciones, casi todas europeas, y de hecho en Asaita habían 27 ONGs registradas y no vi nunca ni una. Teníamos miles de problemas, pero siempre lo logramos y el hospital que empezamos a construir todavía sigue funcionando.
“También aprendí el poco valor de la especialización. Estando allá llegó un pediatra español especialista en desnutrición y duró sólo 3 días porque no resistió el calor y la falta de recursos para implementar todos sus proyectos”.

-¿Cómo reciben los etíopes la ayuda? Muy paternalista.
“Creo que hay que ser cuidadosos, de hecho se están viendo las consecuencias del asistencialismo. En la capital ven a un blanco y automáticamente estiran la mano; en Asaita no hay turismo, no llega ni el gobierno, entonces, todavía no están viciados. Amigos de Silva es muy cuidadoso de sólo entregar herramientas.
“El asistencialismo les obstaculiza su propio desarrollo. Etiopía es un país muy pobre con un 20% de desnutrición y aún así tiene incentivos para recibir refugiados, porque entre otros, las ONGs le paga una cuota al gobierno por recibirlos, entonces los campos se perpetúan. Ahí los adultos no trabajan, los niños no van al colegio; no son campos transitorios ahí pasan generaciones”.

Sabe que ahora es muy difícil volver por un período prolongado, pero todos los días se acuerda de los grandes amigos que tiene allá. Como Knebush, una enfermera etíope de 40 años que trabaja para la ONG y que de alguna manera se convirtió en su confidente, porque el único blanco con el que ella compartía era Paco. Con ella iba a la feria de los martes, que es el evento social de la localidad y donde se transan desde camellos hasta huevos, que es la proteína top.

Además de aprender el idioma oficial –amárico- también aprendió que el agua contaminada es la fuente de las epidemias de cólera que los golpean permanentemente; que una lluvia es bienvenida pero los pantanos que se forman son foco de infecciones, que las tormentas de arena hay que pasarlas bajo buen resguardo y que aunque le diera lata tenía que protegerse de los mosquitos ya que la malaria está presente.

“Son una cultura difícil de entender porque ellos son nómades. No tienen pertenencia, por lo tanto les cuesta mucho comprender que tienen que cuidar todo; no era extraño ver a los adultos haciendo sus necesidades en un pasillo del hospital, pero es que ellos están siempre de paso”, explica.

Su sonrisa se agranda cuando se acuerda de la cara de sorpresa de los niños la primera vez que infló un globo o lanzó burbujas de jabón. “Que ganas de que un poquito de esa simpleza la recuperaran los países desarrollados”, reflexiona.
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