“¿Por qué, si la belleza no me importa, tenía más de 600 dólares en maquillaje en mi clóset (y nunca salía de mi casa sin algo de ese maquillaje puesto) y tenía más zapatos de los que cualquier individuo sano necesitaría? ¿Por qué estaba convencida de que si no me veía ‘sexy’ o al menos atractiva, nadie escucharía lo que tenía que decir?”, se preguntaba Lauren Shields el año 2010.
La mujer, que trabajaba como recepcionista en Fifth Avenue, en Nueva York, veía como ella y las mujeres que la rodeaban, iban de punta en blanco con los últimos gritos de la moda, un cabello impecable y unos tacos de infarto.
Su entorno la conocía como alguien que siempre vestía bien. Disfrazada con su “traje de adulto”, como Shields lo llama, se sentía segura de sí misma. Mal que mal, gastaba harto tiempo, energía y dinero en su imagen (el maquillaje y los esmaltes de uña pasaron a ser una adicción), y no era raro que antes de dormir, se desvelara unos minutos pensando en qué se pondría al día siguiente. Pero jamás sintió que eso fuera algo malo en su vida. Sobre todo, al ver que el resto de las mujeres avanzaban, más o menos por el mismo camino y porque estaba convencida que, pese a su preocupación por el tema, la apariencia no era algo tan importante en su vida.
Pero todo esto comenzó a hacer ruido en su mente, al mismo tiempo que investigaba las costumbres de mujeres cristianas, judías, musulmanas y cuáqueras, muchas de ellas, que hablan sobre el recato, la sobriedad y la poca vanidad que, ojalá, debiera existir en la apariencia femenina.
“¡Qué lindo sería no tener que pensar en basuras estúpidas como el último accesorio o si mi cabello se había puesto débil!”, escribió la mujer en
Salon.com, donde relató su experiencia, y cómo decidió dar marcha a
“The modesty experiment”, por el que decidió pasar nueve meses, hasta septiembre de 2011, sin maquillarse, sin vestir ropas ajustadas o que mostraran sus hombros y rodillas (salvo en su casa), y tapar su cabello en público.
“En EE.UU. vemos mujeres islámicas todas tapadas y pensamos: ¡mira a esa pobre mujer, obligada a avergonzarse de su cuerpo! Pero, ¿no es menos opresivo el convencer a una mujer que su cuerpo al descubierto nunca será lo suficientemente bello? El taparse, ¿es una esclavitud o una libertad? Quiero descubrirlo”, escribió en el
blog que creó para hacer un seguimiento de su vivencial proyecto de estudio.
Con lágrimas en los ojos regaló un tercio de su ropa –la que nos se ajustaba con su meta de un look más recatado- y le entregó todas sus pinturas a una amiga, con el fin de deshacerse de todo lo que representaba el estereotipado concepto de belleza.
Y por estos días, junto con estar ansiosa preparando un libro sobre su experiencia, ha decidido compartir algunas de las lecciones que aprendió en este casi año de experimentación, concluyendo que “fue espantoso y liberador”.
Shields dice haberse convertido en alguien más productivo, desde que los zapatos dejaron de ser una obsesión. “Pero aún necesitas verte bien para sentir confianza en ti misma”, confesó. “Aprendí que verse bien no es algo malo, pero cuando se convierte en la piedra angular de tu identidad –tal como la industria de la publicidad intenta convencernos que sí es-, entonces solo te haces daño a ti misma”.
Lo más revelador, dice, fue darse cuenta que, en efecto, al dejar de intentar verse linda, existieron personas -hombre y mujeres- que se alejaron. Aparentemente, como explica, sintieron que no debían perder el tiempo con alguien que no se esmera con su apariencia, “y ese es el pequeño precio que hay que pagar por no tener que ponerse un disfraz cada vez que creas que debes impresionarlos”.
De ellos, dice, solo quedan los que valen la pena; los que no se alejan ni juzgan o piensan que una mujer es invisible por no verse atractiva, según los patrones culturales. Uno de estos sujetos, de hecho, se convirtió en su pololo y hace unas semanas le pidió matrimonio, según contó en su columna.
Asimismo, Shields dijo haber comprobado que lo que vale no se compra en las tiendas, y que se ahorra mucho dinero cuando se deja de adquirir el último “traje de adulto” a la moda.
Actualmente, la mujer ya enseña su cabello en público, aunque adoptó algunos hábitos que los meses de experimentación dejaron en su diario vivir. “Todavía me divierto con el maquillaje, peor a menudo no me importa no usarlo, cuando no tengo tiempo o lo que sea; algo que jamás habría hecho si no hubiera pasado nueve meses sin pintarme”.