Toda pareja que tiene un gato y luego espera a su primer hijo se hace la siguiente pregunta: ¿el animal se queda o es mejor buscarle un nuevo hogar? La opinión generalizada es que un felino puede ser peligroso y hasta mortal para una guagua, pero los médicos y veterinarios no son tan tajantes.
La periodista de la "Revista Viernes" Natalia Ramos Rojas, dueña del siamés Caruso y embarazada de siete meses, busca dilucidar un problema más común de lo que parece, a pesar de que para ella su resolución esté bastante clara: el gato no se toca. Mira su relato:
Bastó con que comenzara a merodear la cuna. Que sintiera curiosidad, que se sintiera atraído por esa fuente inagotable de ruidos y olores que puede ser una guagua. Ese simple acto selló su destino. Caruso, el gato siamés de un joven matrimonio en la década de los 80, se había vuelto una amenaza y había que deshacerse rápidamente de él.
Sus dueños lo metieron en una caja con hoyos para que pudiera respirar arriba del camión en el que recorrería los más de 700 kilómetros que marcaron su exilio.
En Huasco dejo de comer, en un compás de espera triste pero elegante que mantuvo por seis meses. Porque Caruso murió -o se permitió morir- al día siguiente en que sus antiguos amos llegaron a visitarlo por primera vez.
Treinta años después, la trágica historia de Caruso está a punto de repetirse. Lógicamente no se trata del mismo gato, ni de que todos los gatos abandonados sean Caruso. Sin saberlo, le puse el mismo nombre al pequeño siamés que mi marido me trajo hace tres años, como el mejor regalo de cumpleaños que una amante de los gatos, como yo, puede recibir.
El mismo nombre del gato que mis papás abandonaron, historia que nunca me contaron quizás por vergüenza, y que salió a la luz sólo cuando se vieron frente a un nuevo Caruso enrostrándoles el pasado. Porque si en ese momento pude enjuiciarlos, ahora me toca a mí pasar por lo mismo.
La inminente llegada de nuestra primera guagua nuevamente pone en jaque la permanencia de un Caruso en casa, y trae de vuelta los fantasmas que, años atrás, hicieron que mis papás cometieran un acto del que hasta el día de hoy se arrepienten.
Todo esto pasa, mientras una pregunta se repite como un mantra por parte de familiares, amigos y no tan cercanos que se sienten con el derecho de sumarse al coro: “¿Y qué harás con el gato cuando nazca la guagua?”.
Aunque he escuchado esta pregunta al menos una vez a la semana en mis siete meses de embarazo, respondo con otra pregunta ¿Por qué tendría que hacer algo con el gato?
De vuelta se siente un pequeño rechazo. Algo se corta en el ambiente. Se nota porque el preguntón abre más los ojos, o incluso se ríe como si yo no estuviera entendiendo la magnitud del problema.
De inmediato dicen que el pelo es peligroso, que las infecciones pueden ser terribles, que el amigo de un amigo tuvo un gato que enloqueció de celos y así, un montón de argumentos para justificar que el gato es un ser descartable y que la vida de la guagua es más importante (como si no lo supiera).
Ahí es cuando el tono se pone más áspero y llegan las situaciones límite: “Si tu hija se está ahogando de alergia por culpa del gato, ¿no lo vas a echar de la casa? ¿Acaso prefieres la vida de un gato que la de tu guagua?”.
La nueva respuesta, también con preguntas, no siempre les agrada: ¿Por qué la guagua debería ser alérgica? ¿Por qué me tengo que poner en ese caso ahora, si ni siquiera ha nacido? Aunque en principio me haga quedar como una desnaturalizada, no entiendo cómo voy a regalar a un gato que ha vivido toda su existencia en un departamento, sin siquiera conocer la tierra, con sus necesidades cubiertas, con mucho afecto pero sin contacto con otros animales.
En resumen, tan aislado como Truman en The Truman Show, la película en donde Jim Carrey vivía en un reality sin saberlo. Y además me pregunto: ¿de dónde viene ese terror mortal a las alergias?
La sicosis deja de ser una anécdota y se convierte en problema cuando la mascota pasa a ser un ítem en la interminable lista de aprensiones de los papás primerizos. Porque si bien para mí no es un problema, no puedo pedirle lo mismo a mi marido, una persona que no es amante de los gatos y que, pese a eso, accedió a que Caruso llegara a nuestra casa.
Aunque suene ridículo, esta amenaza ha motivado discusiones para alinear posturas claras respecto de la crianza de la guagua. De la misma manera en que se definen temas tan relevantes como si la vamos a vacunar o no, hasta si crecerá junto a un animal aunque haya riesgos.
Pero más allá de toda discusión, y sin ánimo de ser terminante, para mí la premisa es una y frente a todo evento: el gato no se va. Puedes continuar leyendo este artículo en la
Revista Viernes.