Prácticamente desde que entró a la consulta, Norma no paró de llorar. En su atropellada primera sesión, se debatía entre arrojar todo lo que seguramente llevaba por tiempo caldeando y la incontensión emocional que parecía asfixiarla. Venía no para enfrentar la última pena de amor, ni siquiera la suma de despedidas y abandonos. Lo que más la embargaba según ella, era su incapacidad de recuperarse cada vez que acababa una relación. Desde que tenía memoria, por cada final se sucedía un interminable padecimiento y hasta el luto se veía casi como una promesa de término que ella no lograba conseguir. Y así, Norma fue viviendo entre penas sólo interrumpidas por la llegada de un nuevo amor, una promesa de respiro.
Más allá de toda especulación teórica, el tiempo apropiado para superar un quiebre amoroso es muy personal, y tendría relación principalmente con elementos tales como las repercusiones de la pérdida, su significado y hasta por las circunstancias y el contexto. Cada individuo debe dimensionar qué tan adecuada es su reacción frente a ese final específico, evaluar el pesar, y entenderá entonces que su aflicción es irrepetible, no como suponía Norma. Para cuando las personas tienden a sufrir con la misma intensidad todas sus rupturas, sugeriría que está relacionado con otros elementos y no con el término del amor.
Hoy la ciencia ha hecho avances siderales en el campo del comportamiento humano y a la postre, nos otorga respuestas para los innumerables avatares de la vida. En este sentido, dentro de las teorías para explicar las aflicciones amorosas aparecería la llamada "conflicto cerebral"que explicaría por qué la mente a pesar del paso del tiempo, persiste en disparar imágenes y hasta reacciones corporales que vuelven a llevar al individuo a esa situación que anhela olvidar.
Antoine Bechara, profesor de USC University of Southern California, plantea que el centro de nuestra memoria emocional, la amígdala, fija más las situaciones atípicas y entre más información se haya grabado, más será el caudal de imágenes que el cerebro seguirá enviando.
Pero ¿qué sucede cuando esto ocurre reiterativamente, cuando los individuos no encuentran tregua para sus penas de amor?
Tal como ya hemos planteado en otras ocasiones, el proceso del enamoramiento fisiológicamente genera una serie de reacciones químicas y eléctricas que, para el caso de personas que atraviesen por episodios de inestabilidad, la experiencia pueda atraparlos en actitudes insanas, de apresarlos en una verdadera adicción emocional. Sucede que al enamorarnos la dosis de dopamina (la hormona del amor y la felicidad) aumenta hasta 7.000 veces en cantidad, y también aparecen la oxitocina (de la pasión) y la fenilalanina (entusiasmo y amor), erradicando la lógica y la mirada objetiva. Todo esto se entiende dado que la evolución debió de buscar mecanismos no solamente para perpetuar la especie, sino también para generar el vínculo necesario que asegurara el cuidado de los hijos.
Pero más allá del sinnúmero de datos que escarban en nuestro comportamiento, ¿por qué la naturaleza distinguiría sólo a algunos individuos y como en un acto de ensañamiento, los arrastra en un dolor perpetuo?
En los Talleres de Coaching para el Amor, he conocido muchas historias de mujeres que relatan que a pesar del tiempo de un quiebre, los recuerdos regresan a sus mentes, que casi como en un acto paranormal, son poseídas por la misma fuerza del inicio del romance. Lo que a veces se descubre es que ese comportamiento es consistente en todos los finales de esa persona, quedando al descubierto que no sería la relación lo que las marca, sino su manera de enfrentar los términos, de cómo se viven las despedidas. Y profundizando más, se revela la manera de cómo cada persona deambula por las distintas turbulencias de su existencia, de si logra tomar distancia, de auto-protegerse y adquirir perspectiva.
Ya es ampliamente sabido que gran parte de nuestro aprendizaje surge en la infancia. Que será en los primeros años de la mano de nuestros padres o cuidadores donde recogemos la información que dará forma a las estructuras con las cuales caminaremos en la vida. Para aquellas personas que se sienten atrapadas en un estado de permanente tristeza es que Robert Hoffman (1922-1997) propuso su teoría del "Síndrome de Amor Negativo", una programación nociva heredada que al ser inconsciente, se traspasa entre generaciones. Como lo planteara él, y dada la codificación que recibimos de pequeños, si esa balanza se acerca más hacia lo negativo, podríamos quedar aprisionados en el dolor, en el malestar. El Proceso Hoffman se basaría en que, una vez identificada la causa del dolor sobre una larga clasificación de desconsideraciones, actitudes y admoniciones recibidas, todo el trabajo se centraría en destrabarla desde su opuesto positivo.
Si Ud. que está leyendo esta columna se identifica con que las rupturas amorosas por igual, llevan a sumergirlo a un agujero de malestar y pesadumbre, le propongo que se detenga unos instantes y reflexione. Que se conecte con su infancia y observe el tipo de afecto que recibió, escuche las frases que más le repitieron y reviva los momentos de intimidad. Si su recuerdo le evoca la pérdida, el abandono o el rechazo, es probable que haya quedado atrapado en un Patrón de Amor Negativo, y que su aprendizaje en el dolor le impida a salir de él, lo mantenga cautivo. Una especie de macabra forma de lealtad, que lo estaría sosteniendo en un mal trato personal a manera de prueba de amor filial, en espera eterna de la aprobación paterna "No soy mejor que tú… ¿y ahora me vas a querer?".
Lógicamente abordar estos temas requieren más que una columna, y por ahora sólo pretendo aportar luces que le ofrezcan la perspectiva de la complejidad y, a la vez, de la simplicidad de nuestro actuar. Para el caso del dolor que no da tregua, en algunas oportunidades se refiere principalmente a un aprendizaje de la infancia, a la adopción de un mecanismo o patrón. Por lo mismo, no olvidar que para cada programa instalado siempre existe un contrario con resultados opuestos.
Mi propuesta y tal como lo trabajamos con Norma, es a abandonar el automatismo y despojarse de herencias malsanas, de resignificar los juicios y priorizar aquellos que más le convengan, a tomar el control de su sentir. De esta manera, tener la libertad de decidir cuándo un adiós vale la pena llorarlo y cuándo una despedida es sólo una forma de volver a empezar.
Saludos,
Cristina Vásconez, coach para el amor (www.cristinacoach.cl; cvasconez@puntopartida.cl)