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De selfies, “pornografía gastronómica” y un smartphone con una excelente cámara de fotos

Que me dieran a probar el Sony Xperia C5 Ultra, un celular con una de las mejores cámaras integradas –a mí, que me carga andar fotografiando todo lo que pillo por las puras-, era un riesgo. Pero acepté el desafío.

04 de Enero de 2016 | 08:36 | Por Ángela Tapia Fariña, Emol.
SANTIAGO.- Hace tiempo que me viene hartando el tema de las selfies o las típicas fotos de Instagram. Ya saben, esas que algunas personas publican diariamente con la bandeja de comida que están a punto de comer (algo que, por cierto, se llama “food porn”, cuando la comida se ve irresistible), o esos autorretratos que no expresan nada más que derroche de ego. Ok, cada quien hace lo que quiere con sus perfiles en redes, y puede tomarse tantas fotos como quiera, es solo mi humilde opinión; que ese contenido basura que tanto alegamos de la televisión, se pasó en creces a las redes sociales, tanto en videos virales como en imágenes sin sentido. Hacer “zapping” por el muro de Facebook es a veces un acto vacío y desesperanzador.

Por eso, cuando mi editor me dijo que probara un smartphone que cuenta con una cámara integrada que toma excelentes imágenes tanto en su lente trasero como delantero (la cámara de selfies), me sentí la persona más inadecuada del piso para ocuparlo. Pero bueno, mi editor es porfiado y le gusta verme complicada.

Se trataba del Sony Xperia C5 Ultra. Cuando lo tuve en mis manos, me encantó que la pantalla fuera de unas amplias 6 pulgadas y full HD, que hacían ver a mi habitual teléfono como el cuernófono de Los Picapiedra. Con unas medidas de 164,2 x 79,6 x 8,2 mm y sus 187 gramos, entregaba imágenes amplias, colores vívidos y mis dedos –que son bastante delgados- ya no apretaban dos letras al mismo tiempo cuando quería whatsappear.

Debo decir que no soy muy amiga del sistema Android, que es el que este teléfono ocupa. Lo encuentro medio lento y con recovecos que no entiendo para qué sirven, pero no me molestó tanto cuando –a diferencia de mi habitual cuernófono- no tenía que andar con el cable para todos lados para poder cargar la batería. No señor, este smartphone prometía horas y horas de tranquilidad operacional (hasta dos días si le pones el modo STAMINA), y así fue hasta el último día que lo tuve.

Pero sin duda, la joya de este aparato es su cámara principal con enfoque automático y su cámara frontal, ambas de 13 MP y además, con “Selfie Flash”, es decir, el lente para selfies contaba con la suficiente luz y calidad de imagen, como para ya nunca más tener como autorretratos esas horribles fotos granuladas y borrosas que parecen tomadas con un celular del año 98. Pero, ¿para qué tanta cosa en el teléfono?, diría mi madre. Bueno, mamá, hoy lo queremos registrar todo y las selfies (desde esa majestuosa foto de Ellen DeGeneres con Brad, Angelina, Julia y toda la pandilla en los Oscar), están lejos de desaparecer en el reino de las redes sociales. Pero como mi mamá no tiene ni Facebook, y está feliz así, la verdad es que no vale la pena contarle nada de esto.

En un concierto: Mis intentos por ser la reina de Selfie Town


Hace poco me enteré de la existencia de las “crying selfies”, que, tal como su nombre lo dice, son autorretratos de personas que gustan de mostrarse vulnerables, así que suben sus fotos llorando. Insisto, cada quien hace lo que quiere, pero el tema me dio pudor.

Así que sin saber bien qué tipo de fotos sacarme con el smartphone, di rienda suelta con mis amigos a la serie de opciones que da la cámara –te pone orejitas y bigotes de Hello Kitty, puedes enfocar lo que sea y un duendecito va a caminar entre lo que sea que muestre la pantalla, puedes hacer que tu cara se vea como anciano, con sombreros, maquillada y un largo etc.-, que obvio, son apenas extras de lo mejor, que es tener una buena cámara en las manos. Justo se venía un esperado concierto (Primavera Fauna), así que parecía el escenario ideal para las fotos y selfies.

Y si bien tomé hartas fotos, debo decir que las imágenes que más me quedaron fueron solo registradas por mi mente. Por ejemplo, en el concierto, no fotografié las risas con mis amigas viendo a The Cardigans y coreando esas canciones de hace 10 años, ni tampoco tomé una foto de mi felicidad máxima viendo a uno de los músicos que más me gustan (Mac DeMarco), gritándole “fuck you!” al público (es parte del show), mientras el hombre que quiero me abrazaba y protegía del tumulto de gente que se agolpaba por tratar de llegar al escenario. Claro, un fotógrafo profesional sabría captar esos momentos. Por mi parte, me gusta guardar mi cámara y vivir el instante, solo eso.

Quizás prefiero que esas imágenes queden en mi muro mental y no en el de Instagram. Llámenme egoísta o solamente consciente de que a nadie más que a mí le importan, o que no necesito likes que los avalen.

Tomar o no tomar una foto, he ahí la cuestión. ¿Vale la pena enseñarle a mis contactos en Instagram qué estoy comiendo? No lo creo. ¿Tendría que estar capturando en imágenes el concierto de uno de mis músicos favorito, en vez de guardar el celular y disfrutar con los ojos abiertos el show? Tampoco lo creo. Pero por algún motivo, se siente lindo llegar de visita a la casa de mis papás y contarles con imágenes qué es lo que he hecho –hay algo en los adultos que ya tienen nietos, que les encanta acaparar y ver fotos-. Cuando fui, días después del concierto, los dos se sentaron a mi lado, se pusieron sus lentes de cerca, y con una buena pantalla (amable con sus vistas cansadas), les conté y mostré lo bien que lo pasé ese día. Sus “likes” son los que más me gustan.
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