Cuando llegaba la tarde del domingo, a Carlos Walker (31) le dolía la guata. No era, necesariamente, por haber comido mucho en el asado familiar sino una presión que le venía de dentro y que, como una tenaza, le apretaba el estómago a medida que el día se acababa. En las noches no quería quedarse dormido, porque eso significaba despertarse y enterarse de la peor noticia de todas: había llegado el lunes, momento de volver a trabajar.
No es que Carlos fuera flojo, todo lo contrario: trabajaba de lunes a viernes, de 9 a 19 horas, más incluso que el promedio de los chilenos, que según la OCDE lo hacen durante 7,5 horas al día y 1.990 horas al año. Según esas cifras, que convierten a Chile en el quinto país que más tiempo dedica al trabajo en el mundo, Carlos estaba en la oficina más minutos que un coreano y casi lo mismo que un mexicano, quienes lideran el ranking mundial.
Comparándolo con el resto del mundo, Chile es un país trabajólico -le dedicamos al empleo casi un 50 por ciento más de tiempo que Alemania- pero a la vez improductivo: según el mismo informe de la OCDE, somos la segunda nación que menos produce, con sólo 30 dólares por hora trabajada.
"Yo creo que tener mucho trabajo y andar ocupado da estatus. Eso proyecta que esa persona es alguien importante, lleno de responsabilidades", dice ahora este ingeniero comercial de la Universidad Adolfo Ibáñez que, después de varios años en una gran empresa de hoteles y casinos, con una jornada de nueve o más horas -y que muchas veces llegaba a continuar en su casa, respondiendo correos o mensajes en el celular-, no quiso saber más de esos domingos angustiantes y cambió de empleo: ahora trabaja en Connecta Labs, una pequeña empresa de desarrollo móvil, y aunque su sueldo es más bajo, tiene más tiempo para él. El viernes pasado, por ejemplo, pudo salir a las 16:00 para poder irse tranquilo a la playa, o este miércoles a las 17:30 estaba subiendo un cerro.
Sin saberlo, la decisión que tomó Carlos por disminuir sus horas de trabajo, y así aumentar los momentos de ocio en su vida, tiene desde hace poco una base científica. Desde Suiza, país en el que actualmente trabaja el investigador estadounidense Andrew J. Smart, especializado en neurociencias, dice que "hay pocas cosas que le puedan hacer mejor a nuestro cerebro, a nuestra salud y a nuestra creatividad que dedicar una o dos horas al día a no hacer absolutamente nada".
En su libro, que justamente se llama El arte y la ciencia de no hacer nada (publicado este año en Chile por Tajamar Editores), Smart explica que el cerebro tiene una red por defecto que se activa sólo en los momentos de ocio, y que cuando no hacemos nada esta trabaja a toda máquina. ¿Para qué sirve? "Es la red que sostiene los recuerdos, la autoconciencia, los procesos sociales y emocionales, y también la creatividad", responde. "Cuando holgazaneamos, esta red empieza a enviar y recibir información intensamente. Es como las mariposas: salen a jugar cuando hay quietud y silencio, pero con cualquier movimiento desaparecen".
Según Smart, sólo en el ocio -o como lo definía Walter Benjamin, "un aburrimiento profundo, el punto álgido de la relajación espiritual"-, se le pudo haber ocurrido a Isaac Newton la ley de gravedad. Tomando té bajo la sombra de los manzanos, su red neural se activó y consiguió conectar sus distintas ideas con la creatividad del inconsciente.
"Estar sentados sin hacer nada no es algo que la escuela o el mundo del trabajo moderno toleren", dice Smart. "Debemos preguntarnos cuántos posibles Isaac Newton estamos sofocando sólo para poder controlarlos. Calificamos a los adultos que se entregan a la contemplación de excéntricos, flojos o ausentes. Pero para que el cerebro haga mejor su trabajo, es necesario darse al ocio".
Además de entregar muchísima evidencia que fomenta la ociosidad sin culpa, también sus datos sirven para atacar al exceso de trabajo: "A corto plazo, el ajetreo crónico destruye la creatividad, el autoconocimiento, el bienestar emocional, la capacidad social y puede dañar la salud cardiovascular".
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Revista Viernes.