A la derecha, la mosca de la Antártica y a la izquierda, una cucaracha molukia.
Gonzalo Arriaga/Marco Baeza
REVISTA VIERNES DE LA SEGUNDACuando el sol se pone y oscurece en Chimbarongo, en la casa de Francisco Urra comienza la parte más entretenida del día. Ingeniero agrónomo y amante de la entomología, siempre le ha gustado observar y coleccionar insectos. Una fascinación que lo acompaña desde niño y que lo ha vuelto un experto en microlepidópteros o pequeñas mariposas, las que captura a diario en los bosques cercanos. Con las trampas que él mismo construye, sigue una serie de protocolos para que sus colecciones sigan creciendo. Y no sólo eso, también para sumar a su lista personal de descubrimientos, tipos de polillas que hasta antes de llegar a sus manos aún no habían sido descritas para la ciencia. Es decir, que oficialmente no existían. “Hasta ahora he descrito 23, pero todos los días aparece una nueva”, dice Urra, que desde 2013 es curador del área de Entomología del Museo Nacional de Historia Natural. “El mundo de los insectos es infinito y alucinante, porque hay algo nuevo por descubrir en todas partes”, agrega.
Aunque no existe un número determinado de cuántos insectos existen en la faz de la tierra, según cifras de la enciclopedia del Museo Smithsonian, las estimaciones conservadoras hablan de alrededor de dos millones, mientras que las más osadas aseguran que podrían ser cerca de 30. A pesar de este generoso escenario de investigación, en la práctica la exploración científica en esta materia no es tan prolífica. Las cifras así lo demuestran: actualmente sólo se conocen un poco más de un millón. Y en Chile la realidad no es diferente.
“El avance en la identificación de especies en nuestro país es asimétrico. Dentro de algunos grupos determinados hay insectos modelo, de los que se ha estudiado hasta su ‘inmortalidad’. Pero si uno se fija en la gran diversidad, puede que del grupo hermano de ese mismo insecto se sepa apenas el nombre. Por lo mismo, de ahí para adelante hay muchas preguntas por responder: dónde está, qué come, por qué está aquí”, dice Alejandro Vera, doctor en Ciencias con mención en Ecología y Biología Evolutiva y académico del Departamento de Biología en la Facultad de Ciencias Básicas de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación (UMCE).
Esto, a pesar del altísimo endemismo de los ecosistemas de nuestro territorio, que nos ha vuelto un polo de gran riqueza natural. Desde el abejorro más grande del mundo hasta ser uno de los cinco hotspots de biodiversidad en el planeta, el país es una fuente de estudio codiciada. “Las condiciones biogeográficas de Chile –rodeado por la cordillera, el mar, el desierto en el norte y la Antártica en el sur– nos hacen una isla con características únicas en el continente”, explica Vera.
Francisco Urra reafirma lo anterior: “En el museo está la colección nacional, que reúne aproximadamente 160 mil ejemplares. Sin embargo, hay colecciones privadas que son mucho más grandes. Lo que también tenemos es la colección de tipos, que es la más importante. Esta corresponde a los insectos que se utilizaron para describir a la especie, y que los investigadores traen luego al museo. Son realmente la base del conocimiento y por eso es tan relevante cuidarlos”. Pero estas cifras no están ni cerca de lo que realmente existe en las diferentes zonas geográficas de Chile. “Aquí uno levanta una piedra y te encuentras un insecto nuevo. Tengo cajones llenos, por decirlo de alguna manera. Pero faltan manos y recursos para poder abordarlos a todos”, dice Vera.
Si el campo de estudio es tan abundante y las condiciones son atractivas para que investigadores de todo el mundo viajen especialmente, entonces ¿por qué tan poco interés local en conocer nuestra biodiversidad?
Los patitos feos
En una de las ediciones de 2014 de la revista británica The Week, el reportaje principal se preguntaba en su título: ¿Por qué queremos salvar a las ballenas, pero no a los grillos? En sus primeros párrafos consignaba que cuando se trata de identificar y conservar especies, el mundo científico está lleno de prejuicios. “Nuestra percepción importa mucho cuando se trata de la conservación de la vida silvestre. Especies grandes e icónicas –como elefantes, leones y pandas– usualmente se llevan gran parte de la atención y de los recursos, dejando a muchas otras abandonadas”, dice el autor del artículo. Bichos que nadie quiere ver, porque suelen ser pequeños, babosos, pegajosos o feos, pero que a pesar de ello son fundamentales para nuestros ecosistemas.
Diversos estudios demuestran que el atractivo estético de una especie es un motor importante a la hora de promover su conservación. Términos como “ternura” y “fealdad” son utilizados por el público cuando se evalúa su comportamiento frente a este tema. En Estados Unidos, en el año 2000, un proyecto de investigación identificó que era más probable que una persona aportara a una organización medioambiental que defendía especies tiernas, como un panda o una foca bebé, versus un insecto. Y en un paper publicado en el Journal for Nature Conservation en 2010, se explica cómo a través de una encuesta realizada a alumnos de colegios y universidades se corroboró que las mariposas, los pájaros y los mamíferos se llevan toda la atención, mientras que pocos toman en cuenta a reptiles, insectos y anfibios.
Un sesgo que también reconocen aquellos científicos chilenos que, a pesar de lo poco glamoroso, han decidido apostar por la descripción de especies. Porque aunque la Sociedad de Entomología de Chile es una de las más antiguas de nuestra historia y que durante años los niños soñaron con ser como el representante más emblemático de esta especialidad, Charles Darwin, hoy dedicarse a clasificar insectos no es una actividad tan popular.
“Para la gente no son tan llamativos, tan grandes o impresionantes. Incluso en los mismos organismos de conservación se enfocan en figuras más amigables, por ejemplo la WWF tiene un oso panda en su logo. Estamos hablando de los animales más diversos y abundantes, pero eso no se valora. No se toma conciencia de que sostienen muchos de los ecosistemas que estamos tratando de conservar para la persistencia de la vida. Por lo mismo es tan relevante que se promueva investigación relacionada con su protección”, afirma la doctora en biología Tamara Contador, coordinadora de investigación en el Laboratorio de Estudios Dulceacuícolas Wankara, de la Universidad de Magallanes.
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