SANTIAGO.- Salgo corriendo del diario a encontrar mi móvil, al cual por error mandé 1.100 números más arriba. Lo llamo y por suerte me habían asignado un caballero de avanzada edad, de esos que ante cualquier imprevisto sueltan un "no se preocupe mijito". Le digo que más tarde no puedo estar yendo, que la "Cena de los Sentidos" a la que me dirijo parte a las 20:00 horas justas y luego nadie puede entrar.
Esta es la segunda oportunidad que le doy al Castillo Forestal en menos de un mes. La primera vez fue un jueves de julio con dos de mis seres más queridos que habían llegado de la Patagonia y Ecuador. Habíamos ido por jazz, pero cuando llegaron los integrantes de la banda, los caracoles con perejil, mantequilla y ajo ya sonaban en nuestro estómago. Sin embargo, ahí fue cuando me enteré de esto: "Vive una experiencia sensorial e inclusiva única", decía un cartel.
Por suerte la Costanera Norte no tuvo taco y llegué allí en menos de 10 minutos. Apenas me acerco recuerdo un comentario que me habían hecho. "¿Cómo lograrían oscurecer sendo lugar, si está rodeado de ventanales que conectan a José Miguel de la Barra y por la noche los autos iluminan el frente del Museo Bellas Artes?". Allí lo descubriría pronto. Antes de ingresar le escribo a mi mamá.
La presentación
Entro al castillo que data de 1910 y me acomodan en un sofá, diciéndome que pronto subiríamos al segundo piso donde habría una recepción. Allí conozco a una pareja chilena que estaba celebrando su 25º aniversario de casados. El hombre no lo sabe, pero la mujer me cuenta —con un especial acento de quien ha vivido por años en Argentina, China y Suiza— que lo había traído de sorpresa a donde trabajan los "chicos" de una fundación en la que ella había prestado sus servicios de capacitación.
Enseguida nos guían y suben al segundo piso hacia un salón donde hay otros grupos y parejas. Allí un joven dominicano nos ofrece una champaña y, mientras esperamos a que lleguen todos, su compañera nos pide que anotemos nuestros datos en una especie de formulario. La sensación en aquella sala es media extraña. Estamos alerta, todos nos miramos sin saber muy bien qué va a pasar, pero nadie le habla al otro.
Antes de que vaya a ocurrir algo, voy al baño y choco con el extranjero: "Perdóname", le dije. Y él riendo me dijo que no me preocupara.
Pasan unos 20 minutos y Pauline, la encargada de los eventos, nos dice que prestemos atención. Nos da la bienvenida y nos cuenta que desde 2017 han estado trabajando con la Fundación Tacal el tema de la inclusión en el restaurant. Que desde entonces con Paola (la del formulario) y Juan Francisco (el de la champaña) se habían unido a ellos y creado el concepto "Cena de los Sentidos", donde nos invitaban a comer 100% a oscuras y seríamos atendidos por garzones no videntes. Garzones no videntes como ellos.
En seguida, ya presentada, Paola toma la batuta y sosteniendo una caja de madera nos solicita que dejemos ahí nuestros celulares. Las únicas reglas son que no llevemos teléfonos, relojes y ningún tipo de aparato que ilumine. Nos paramos y se los dejamos. Ella golpea lo que sostiene y nos advierte muy suspicazmente: "Aquí no hay 25". Me pregunto si los habrá contado o será una talla.
Último aviso para ir al baño y todos nos tomamos de los hombros en fila para volver al primer piso. A lo lejos suena alguien cantando en vivo un
bossa nova en portugués. Bajamos los 20 escalones, cruzamos unas cortinas bien gruesas y
entramos a un salón completamente oscuro. Nos piden que avancemos, y otros que vayamos más lentos. No se ve nada, nada, nada. Solo una cámara de seguridad rodeada por bombillas rojas.
Paola me toma por la espalda y me pide que me siente. "¿Cómo?", le pregunto, y ella me responde que al lado mío encontraría una mesa. Es verdad. Si no me decían o chocaba con ella, no me habría dado cuenta.
El menú
Ya sentados, empezamos a tocar la mesa para identificar que estaba dispuesto ahí. Recuerdo haber leído que cuando te acostumbras a la nieve identificas distintos tipo de blanco, pero no creo que en tres horas vaya a estar listo para desentrañar la oscuridad. De hecho, me acuerdo de mi mejor amigo Javier, que por las noches en el campo deambula o se desespera si no encuentra luz. Las copas que toco, pasadita la servilleta, lo podrían ayudar a soportar esta experiencia.
Juan Carlos y Paola se mueven por ahí, con paño y chardonnay en mano. Cada uno se queda con un extremo de la mesa y en voz alta nos cuentan cómo llegaron a ese lugar. El primero, de 19 años, nos cuenta que tras un accidente en auto fue perdiendo gradualmente la visión. La segunda, de 42, que hace nueve había quedado ciega por una hipertensión endocraniana no tratada.
Al final me comentaría que pasaron dos semanas desde que la diagnosticaran hasta que ya no pudiera observar. El silencio es total, pero ellos lo rompen. "Preséntense ustedes y luego es hora de cenar", avisan.
Tras una cómica presentación, porque habían cuatro Claudias sentadas una al lado de la otra, recibimos el primer plato. Ansioso, intento dirigir hacia el centro de la preparación mi tenedor y con un poca suerte levantó algo de comida . A mi boca con suerte llega un sabor conocido, pero no logro distinguir.
"Es remolacha", dice una familia de argentinos. "Es zapallo italiano", pensé yo. Comemos, algunos debaten en la mesa y entra el subchef Arfeny Paredes a develar el primer misterio: el appetizer era un carpaccio de zucchini y betarraga, aliñado con un dressing cítrico de pomelo y limón con albahaca.
Antes de servirnos el segundo la sommelier nos spoilea un poco. Asegura que el blanco de Casa Silva que estamos tomando, acompañará muy bien el pescado que nos traerán. Así que cuando llega la entrada ataco seguro, pero antes toco el plato con mis dedos para saber por donde partir con mis servicios.
Quería saber dónde estaban cada uno de los ingredientes. Sin importar el adelanto, no tengo idea qué acabo de probar. Sabía que habían unos guisantes y coliflor, pero la proteína podía ser cualquiera de los mil pescados que hay. "Róbalo en escabeche, texturas blancas, arvejas crocantes y salsa de apio", aclara nuevamente Paredes.
Me tomo la cara con las manos, me las saco y no distingo diferencia. La gente espera y por suerte a mi lado comienzan a bromear. Gonzalo, del 25º aniversario, que le estaba sacando comida del plato a su mujer. Unos españoles muy simpáticos a mi derecha, que no podían superar que hubiesen cuatro Claudias.
Allí comienzan a servir el vino tinto, y a oscuras, cuando nos piden las copa ya podemos alcanzarlas con mayor rapidez. A su lado derecho hay cuchillos y cucharas. Al izquierdo tenedores y pan. "Esto es costumbre", pienso. Pero estamos quietos en un solo lugar.
De la nada un olor exquisito inunda todo el salón. Los vegetarianos a mi izquierda anuncian carne, así que ansioso creo que voy a poder adivinar lo que es. Paola me lo deja y con un sorbo de cabernet sauvignon ataco. Vacuno, seguro. Papas, también. Puré, además. Algunos más arriesgados dicen que es osobuco, y otros que es mechada. No me suena, creo que es más carne a la olla o de las antañas al jugo. "¿Les gustó?", pregunta el chef ya al interior de este espacio a oscuras. "Es lengua", añade e inmediatamente hay quienes exclaman.
"Lengua braceada con puré de papa tamizado con pasta de ajo y papas rústicas", añade. Feliz me hubiese comido el plato de quienes al saberlo la dejaron. Muchas veces la comida entra solo por la visión y queda ahí.
El postre ya está servido y la forma de los profiteroles los acusan a ellos mismos. Son lo que son. Hay uno dulce, otro ácido y uno muy suave. Me pongo de cara al plato a ver si puedo vaticinar algo más y no. Al parecer la revelación de la lengua ha dejado a un gran número sorprendido. Unos todavía no lo creen, pero otros ríen porque quizás nunca la hubiesen probado. "Puré de kiwi, mouse de yogurt y ganache de maracuyá", diría luego la pastelera, que termina con nosotros el menú.
Las velas pronto encendidas se llevarán la igualdad que esconde la oscuridad ante los ojos del ser humano. Las copas cochinas enseñan cómo nos tuvimos que adaptar, cuando la ubicación de los servicios ni siquiera podíamos acertar. Poco a poco se va aclarando el salón que recibió a 25 personas —4 Claudias— fuera de su zona de confort. En una experiencia sensorial que para Paola y Juan Francisco es su pura realidad.
Salgo, conecto mi celular y me llegan las respuestas de mi mamá que conocía mis andanzas: "Esa gente te conecta a la dura realidad y a darte cuenta de lo generosa que es la vida contigo", me había dicho antes de entrar. Tan sabia para sus respuestas, tan mamá.