BUENOS AIRES.- Convengamos en que el que diga que nunca se ha levantado sin tener ganas de trabajar que lance la primera piedra. Y Marcelo Ríos, como ser humano que es, puede a veces levantarse con esas ganas. O sin ganas, mejor dicho. El matiz que preocupa es que ahora no es Ríos el que bota los partidos o el que falla por buscar conejos o palomas desde la chistera sino por una impericia que inquieta porque demuestra no sólo falta de concentración y carencia de táctica sino pérdida de ganas.
Y eso sí que es grave.
En condiciones normales, Ríos perfectamente podría haber perdido 6-3 y 6-1 con un jugador quizás tan discreto como el austríaco Markus Hipfl, pero de seguro lo habría hecho dominando el partido o buscando las cuotas de talento que este martes no estuvieron en el Buenos Aires Lawn Tennis Club.
Lo único del otro mundo que hizo el europeo fue -inconscientemente- levantar la pelota con ayuda del viento y del calor. Eso, sólo eso fue el obstáculo que debió soslayar el chileno. Pero no pudo.
Nunca, en todo el siglo, el zurdo había cometido tantas fallas sin ser él quien atacara. Y como Hipfl tampoco lo hizo el partido, para los fanáticos bonaerenses, fue una soberana lata.
Las pocas veces que Ríos sacó aplausos (ni cuando se retiraba de un partido lo habían pifiado tanto) fue cuando se atrevió a irse a la red para demoler la feble resistencia del alpino. Pero nadie, ni siquiera su amigo Lobo, debe saber por qué desistió tan rápidamente de esa precaria, pero efectiva táctica.
Ya ni siquiera está en el tapete el tema si Ríos volverá a ser número uno. Lo que queda después de una hora de triste espectáculo es que o el chileno toma una drástica decisión -desde cambiar de técnico hasta incluso pensar ya en otra cosa- o la leyenda que dejó con la boca abierta a Agassi, los gringos y el mundo entero en Key Biscayne será sólo eso. Una leyenda.
Aunque todavía sea, tristemente, demasiado pronto.