Mi alianza, la azul, iba perdiendo por mucho en la cruzada universitaria y el fútbol femenino era el que más puntos daba. Yo no estaba muy metida en la cruzada ni estaba muy al tanto de las cosas de la universidad, porque prefería dedicarme a estudiar y a pelusear con la Carola, mi gran amiga de la U; el resto me daba un poco lo mismo.
Estaba calentando una prueba de filosofía en la mitad del casino, junto con la Carola y la Marina, que a veces nos ayudaba a repasar, cuando se me acercaron la Ingrid y la Sofía, dos niñas de mi carrera, pero de dos cursos más arriba.
Ellas eran como las matonas de la universidad, se encontraban lo máximo, pero no salvaban a nadie. Yo no las pescaba, porque por rumores me había enterado de que me encontraban "cuica", pero a mí eso me daba lo mismo.
No alcancé a terminar de pensar. Ya estaban casi encima de nosotras:
-Amanda...¿ése es tu nombre, cierto?
-Si -les respondí, obviando la estupidez de la pregunta-.
-Ah, es que nos dijeron que te gusta el fútbol.
-Sí, ¿por qué?
-Es que necesitamos a alguien que juegue con nosotras para el partido de mañana, el de la alianza. Nos falta una.
-¿A qué hora?
-El partido es a la una, pero si tienes clases hay permiso especial para las que hacen deportes en las cruzadas- me dijeron con especial amabilidad.
Las miré desde abajo. Me paré.
-Bueno, sí, puedo jugar...
La Carola me miró con una cara, que me quería matar.
-Bien -dijo la Sofía- mañana a las doce y media te esperamos en el patio central para pasarte la polera.
No alcancé a responder cuando ya se habían ido. Ni siquiera habría escuchado mi propia respuesta, porque ya sentía el discurso de la Caro, que cómo iba a jugar, que todo el día nos pelan que somos cuicas, que no sé qué más.
-Pero Carola -le dije- qué importa lo que digan, yo voy a jugar fútbol, nada más, y quizá con eso hasta se les pasa la tontera.
-Puede ser -respondió ella- pero yo no voy a ir a verte, ¡me da lata! -y se fue caminando rápido a la clase donde teníamos la prueba.
Me quedé mirándola con pena, y la Marina me abrazó:
-No te preocupes, se le va a pasar.
-Ojalá, me gustaría que fuera a ver al partido, es el momento de parar, con la tontera de que somos cuicas. Lo hago por ella, también, que es más sensible que yo.
Entre la filosofía y la noche, la pasé muy mal. Incluso no me podía quedar dormida. El partido me tenía nerviosa, era todo un desafío, pero tenía que hacerlo, por todo, por el deporte; por la Carola; por mí, y por la estupidez de los prejuicios. Era mi propia cruzada.
Al día siguiente, a las doce y media clavadas y con un calor terrible, figuraba en el patio central, esperando mi polera y a que por el fondo, además de las matonas, apareciera la Carola, pero no llegaba.
No vi cuando apareció la Sofía, parecía más pequeña que antes.
-Toma Amanda -me dijo con un tono muy suave- esta es tu polera, estamos debajo de ese árbol calentando por si quieres venir.
Partí caminando hacia mi equipo, mientras me ponía una roñosa polera azul, de "mi alianza", que me observaba.
La sombra del árbol parecía albergando al enemigo, pero era mi equipo y no podía sentirme traidora, aunque la Carola por todo esto de verdad no llegara.
Sudaba por todos lados. Me sentía sola, extraña, confundida. Ni siquiera me fijé en la hora, la hora del partido. Nos fuimos a la cancha donde ya estaba el otro equipo, la alianza verde, siete gordas gigantes que sembraban -usando un eufemismo- respeto, por no decir terror.
Tenía la cabeza un poco lejos de todo eso, así que cuando empezó el partido me dediqué a pichanguear a las gordas que me miraban con perfecta cara de odio. Metí un par de pases que mis compañeras no aprovecharon, pero ni siquiera les alegué. La Sofía y la Ingrid, malas, muy malas, me veían con ojos raros, como de admiración, la misma cara que tenía la gente que nos estaba mirando.
Las barras, como si estuvieran en el Nacional, alentaban un partido que se hacía cada vez más impredecible.
Escuché el fin del primer tiempo y se nos acercaron como ocho hombres para aconsejarnos. Que tú acá, que tú allá, pero yo sólo buscaba a mi amiga que me hacía tanta falta.
Las barras casi no dejaron enterarnos de que comenzaría el segundo tiempo. Sonó el pito y una de las gordas me pegó un empujón que me dejó en el suelo y aunque me dolió la pierna más me dolió el corazón, ese dolor que te puede romper en pedacitos, que te hace débil, que te hace dudar si llorar o sobreponerte.
Casi elijo lo primero, cuando desde el alma de la barra escuché algo como "Dale, Amanda, un gol, demuéstrales quién eres..."
Me sacudí. La voz era demasiado familiar para mi oído. Como en una película yanqui, la Carola apareció lentamente entre chascones, cuicas y pesados que formaban la multitud acalorada.
Era ella, ahí, no me había abandonado. Me gritaba para levantarme y me levanté, claro que lo hice.
La miré, con esa mirada que sonríe, que agradece, que respeta.
Me miró, con la ilusión creada por la unión de ese momento, que era valiente y única, que sólo responde a la amistad.
Me limpié el buzo, apoyé las manos en el suelo, y me paré...
Amanda Kiran