Con la llamada, se me vino todo a la cabeza. Era la Cata, estaba en Santiago y me quería ver.
Volví a escuchar el viejo ruido de la sirena del barco, el último aviso antes de las tres banderas de partida, bamboleándose con el viento cálido que anticipaba un cierre de regata inolvidable.
El Marea Azul, un yate de carrera de 30 pies, era nuestro sueño a cargo de mi tío Alfredo, el capitán que nos entrenó durante dos veranos seguidos en varias regatas pequeñas para llegar a punto para ésta, la más importante, larga, con siete patas, y este día era la última.
Estábamos todos en nuestras posiciones: la Cata era ayudante del capitán y se haría cargo de la caña si fuese necesario; al piano estaba Alberto, y de peso Ricardo. Mi agilidad me permitía estar de proel, que era lo que más me gustaba aunque Ricardo siempre me quería relevar. Pero Alfredo sabía que yo era mejor que él, aunque tuviese menos fuerza.
Antes de la partida, el capitán nos gritó mil y una veces las instrucciones. Todos los yates estaban pegados, todos pedían agua, pasar primeros en la largada, pero el tío Alfredo prefería en ese momento mantenerse estratégicamente atrás. Los cinco escuchábamos con la cosquilla en la guata hasta que partimos y como equipo perfecto comenzamos a subir spinnaker y a cazar cuerdas que apenas aguantaban el sudor que brotaba por culpa de ese sol que nos quemaba hasta los pensamientos.
Luego de una hora de regateo, el Marea Azul llevaba la delantera de nuestra clase, pero el capitán quería ser el líder de la general. "El desafío", gritaba mirando la mar.
Era también el nuestro, un sueño que nos impidió ver que el clima poco a poco empeoraba y que era necesario ponernos los trajes de agua, porque se avecinaba la tormenta.
Cuando las nubes se robaron el sol ya nada nos abrigaba del viento. Unas gotas gordas comenzaron a caer rápido y con fuerza, por lo que había que cambiar las velas. Eramos una caja de fósforos flotando en la bañera, el motor se salía del agua y el yate luchaba metiendo el hocico entre las olas. Nadie hablaba, en mis manos las cuerdas ya habían ganado la lucha, porque no las sentía, y aunque lograba desenganchar una vela, se necesitaba ayuda en la proa, donde las olas tenían hambre, para colocar la vela pequeña que se resistía al viento.
Había que tener más fuerza, pero el capitán no podía dejar el piano, Ricardo -con los ojos llenos de agua- no se atrevía a ayudarme, y sólo la Cata, trepando por cuerdas, piernas, lluvia y viento, llegó a mi lado y nos aferramos al foque como si fuera la vida. Apenas pudimos engancharla, enrollar la más grande, y gatear hacia el otro lado para hacer peso, que era lo único que podía disimular la fuerza del viento.
El capitán, a ratos, se enjugaba la cara con la mano empapada. Estaba casi tranquilo, concentrado, como esperando al enemigo. Llegó. Una inmensa racha nos hizo trasluchar, y el yate comenzó a bailar locamente en la pista mojada. Ya no veíamos ni barcos, ni yates, ni tierra, ni luces, éramos los cinco juguetes de la mar dispuestos a no dejarse morir.
Ese era el desafío.
Amanda Kiran
(La segunda parte y final de esta historia está en el recuadro de la derecha, con el título "En vela II")