(La primera parte de esta historia está en el recuadro de la derecha, con el título "En vela")
La marea cada vez nos desafiaba con más hambre y eso nos arrancaba lágrimas y fuerzas. Mi confianza aún estaba muy ligada al capitán, por lo que con la Cata, no sé de adónde, sacamos la energía que faltaba.
El mar era una batalla de arena en la que no se diferenciaba dónde terminaba la lluvia y dónde comenzaba el mar. El frío -protagonista en el telón gris- se apoderaba de mis labios y hacía más pesados los chalecos chilotes que apenas nos dejaban caminar sin desbalancearnos.
Mataba o moría por un café, pero ya dije que ni siquiera podía bajar a la cabina, por el desbalanceo, pero eso ni siquiera me importaba tanto como salir de esto, aunque fuera a través del sueño que de pronto me ganó en el frío. Fue terrible despertar medio ahorcada de los cables que sujetaban mi estómago, con mis piernas colgando hacia el mar y soportando la fuerte lluvia que cacheteaba a toda la tripulación.
Debemos haber llevado más de tres horas de lucha cuando Ricardo -descompuesto- se levantó de su posición y quiso bajar a la cabina. El tío Alfredo lo vio, se paró y le gritó que volviera. "¡Eres el peso que necesito para controlar esto..., ¿Acaso no ves que no puedo poner el motor y que las velas ya no aguantan...?!
"¡No puedo -contestó Ricardo- tengo miedo, mierda, me quiero bajar de todo esto!"
De alguna parte, porque no puede haber sido del mar, se dejó caer una ola como nunca antes y nunca después se habrá visto. De un zarpazo, agarró a Ricardo y lo lanzó a la tormenta.
Grité. No sé qué, pero grité.
Sentí que pasaba un siglo antes de que el capitán se metiera al agua con un chaleco naranja fosforescente, apenas sostenido a una cuerda.
La Cata tomó el timón que giraba a su capricho y yo me levanté para sostener el otro extremo de la cuerda de mi tío.
Alberto me ayudó a hacer fuerza para intentar arrastrarlos a ambos al bote, pero era casi imposible. El mar jugaba a los tirones, con una fuerza inhumana, y se resistía a devolvernos lo nuestro. Aunque las manos nos dolían mucho, nos concentramos para poder tirarlos hacia el yate, mientras la Cata tenía su propia pelea con el timón, un poco más dócil debajo de la lluvia que se estaba haciendo más fina.
El mar iba cediendo. Desde el agua, a alguien maldecía mi tío aunque yo no escuchaba y seguía arrastrando los cuerpos que casi no se veían debajo de tanta ola. Pesaban muchísimo, pero en un último esfuerzo los acercamos. Era todo más liviano, peligrosamente liviano, hasta que nos dimos cuenta que sólo uno seguía afirmado con todo a la cuerda.
No hablamos en lo que quedó de viaje. Recostado en la cabina, el único sobreviviente apenas hablaba y tiritaba. Recuerdo que le puse una frazada, que se movía y le sonaba el agua en los pulmones. Recuerdo que la Cata habló con un buque de la Armada y que nos guió hasta tierra firme.
Apenas llegamos. No sé si llegamos. Sólo sé que el yate cambió de nombre. Nos habíamos quedado sin capitán. Ya se imaginarán cómo se llamaría desde entonces.
Amanda Kiran