Echarnos y comer algo era lo único que queríamos después de más de dos horas caminando, hasta que entre los grandes brazos del bosque vimos un campo verde fosforescente iluminado por el sol del sur con el que comenzó la alegría.
Aunque no hacía demasiado calor, los chalecos chilotes ya figuraban en nuestras cinturas y la Marce se dejaba caer en el pasto, por culpa de la pérdida de energía con la tremenda caminata. Me agaché para sacar la cocinilla a gas, el paquete de tallarines, la sopa y el té cuando sentí el grito de un hombre al otro lado del campo.
-Ehhhh, chiquillas, hola...
Era un guatón que se acercaba muy campante con una empanada en la mano, que cuidaba y devoraba a la vez con pasión. Creí ver una sonrisa en la cara cansada de la Marce y yo me levanté.
-Hola, ¿andan mochileando? Yo las caché en Puerto Montt...- nos dijo el guatón.
-Sí, estamos descansando, -le respondí- pero este lugar nos gustó mucho para dormir hoy, así que....
- Es que este lugar es bacán, de lo más tranquilo, y viven dos familias...
- ¿En serio? Nosotros no hemos visto a nadie en horas.
- ¿No? Miren, vengan conmigo...
- No gracias, nos gustó acá- le dije mirando de reojo la sartén.
- No seas porfiada, ¿cómo te llamas?
- Amanda...
- No seas porfiada, Amanda, donde estamos nosotros es lindo, estamos haciendo un tremendo asado. Además, ésta es la cancha de fútbol de los hijos de Doña María y no le va a gustar na'mucho que claven estacas en su área.
Algo había en la cara del guatón que reflejaba confianza, tincadas de una no más, aunque sin hablar la Marce pareció de acuerdo, así que agarramos los bolsos y con el guatón Alerce, como el mismo se presentó, nos fuimos a dónde estaba acampando.
No caminamos mucho para llegar a otro campo, pegado a un río precioso, cristalino, que de puro frío tiraba una manta de vapor. Al lado estaba el grupo, en el patio de una cabaña enorme, hablando fuerte, riendo alrededor de un tremendo asado al palo que iluminaba una mesa llena de empanadas como para alimentar a un regimiento.
Nos acercamos, el guatón Alerce nos presentó y altiro nos alargaron unos platos. La Marce, aunque quisiera, no habría podido hablar de tanta empanada que tenía en la boca. Yo saboreaba un pedazo de costillar y jugaba con el menor de los siete hijos que tenía la familia Penchulef.
El guatón Alerce la conocía de años, desde un trabajo de verano y, como a los amigos no se los deja botados, cada vez que podía se acercaba al sur y se arrancaba con un grupo para visitarlos. Ahora andaba con cinco amigos, quienes nos seguían pasando comida mientras intentaban ayudar a doña María a limpiar los restos de la buena vida.
Los siete hijos de doña María, más el guatón con sus cinco amigos empezó a lanzar apuestas mientras uno agarró una pelota.
-Cresta, nos falta uno- dijo el guatón y le llovieron las tallas de que valía por dos.
-Oye, guatón, guatón Alerce- le grité mientras se iban a la cancha- yo quiero jugar.
Algo dijeron que no alcancé a escuchar, pero se rieron, aunque igual el guatón me hizo una seña para indicarme mi puesto. Querían reírse de mí, creo, porque me pusieron en el equipo que se veía más débil y que más encima no confiaba en mí.
No alcancé a llegar al arco cuando chutearon desde lejos y me hicieron el primer gol. Alegué, mi equipo no me pescó mucho, y preferí empezar a gritar, a animar a los chilotes que le pegaban como diablo pese a las chalas livianas. No pasó mucho cuando apareció un tal Julián y de un puntete puso el dos a cero.
-Cresta la arquerita...- me dijeron y eso me dio tanta rabia que no vi cuando me hicieron el tercero, abajo pegado al palo hecho con una mochila.
Me querían lejos, fuera de su arco, me miraban con cara de "devuelve el costillar", pero yo no los pescaba, ¿cómo? Si lo mío era hacerle frente. Un chilote, un tal Adrián se pasó a dos, le metió un centro a uno de los cabros chicos y descontó. Grité, escupí mis manos, olía la revancha.
Pero vinieron de nuevo. De dos pases burlaron a mi defensa y quedaron dos solos contra mí. Era mi honor contra una pelota, era poco menos que el momento de defender a la mujer chilena, era el lugar para demostrar que yo podía, que los hombres no eran mejor que yo... Uno me hizo un amague, lo esperé..., trató de pasarme, pero se arrepintió, todo apuntaba a que yo lo lograría, se detuvo, me miró, y me hizo un globito a la izquierda, mi lado flaco. Salté, más que eso, volé, que era lo que necesitaba, rocé la pelota con los dedos, casi la tenía, era mía, pero no fue suficiente, se me pasó, vi cómo la pelota se metía lentamente hasta morir en la hierba dentro del arco imaginario y cómo debajo de ella el fútbol me sepultaba un poco, sólo un poco.
Amanda Kiran