Me fui, embarrada hasta el pelo, sola, porque nadie acompaña a los que se van antes de que termine un partido.
Juego en primera división todos los domingos, entreno fielmente, tres veces a la semana, y soy lejos la menos cochina para jugar, pero todavía no entiendo a los árbitros, árbitros como éste que me echó injustamente.
Una sola vez me habían sacado tarjeta roja, y fue porque una compañera de mi equipo que ese día estaba lesionada mirando el partido desde fuera de la cancha se picó con el árbitro y le gritó un buen garabato. Como el árbitro no la podía echar a ella, me miró... y me expulsó. Fue tan ridículo que me reí.
Pero hoy no fue divertido. Al final del primer tiempo llovía a chuzo y el pasto estaba súper resbaladizo. Estábamos tan mojadas que incluso nos costaba darnos cuenta de quién era tu compañera y quién tu rival. Ibamos dos a uno arriba, pero se olía el empate, entre el desarme de los pies fríos, los muslos empapados, el pelo convertido en un charco, y el calor que se perdía como aire blanco con cada respiro.
La Trini me dio un pase, la agarré apenas, y mientras mantenía el equilibrio vino una contraria -una vieja conocida- con todo, a quitármela. Una nube de agua y barro se formó entre nosotras, ella me pegó un codazo, fuerte, de ésos que te duelen hasta en el corazón, porque además fue de mala leche.
Me quitó la pelota, pero con la rabia que tenía fui en busca de lo mío. Fui con todo, y poniéndole la caballería encima, le quité de vuelta la pelota. Ella hizo su escándalo, se tiró al suelo y fingió un par de vueltas que la dejó con el barro hasta más arriba de los calzones.
El árbitro me miró, yo intenté no devolverle la vista, pero tocó el pitazo más fuerte de todo el partido, corrió hacia mí, anotó mi número y me mostró la más vergonzosa y roja tarjeta que había visto en mi vida.
Me sentí tan mal, porque era perder la ilusión de ese día y sabía que a veces no la recuperas en mucho tiempo. Me fui al camarín y me senté bajo la ducha caliente con ropa y todo para llorar a mis anchas, como si el corazón también quisiera desahogarse del codazo y como si así pudiera aliviar el dolor de la suciedad del otro equipo, de esa jugadora que te conoce hace años y se sienta contigo los jueves a contar historias y a reír. El llanto era como una lección aprendida que me decía que el deporte te da y te quita eso, que en una cancha no existe la amistad, aunque me negara a aceptarlo.
Claro que ahora me mantengo mucho más alerta, sobre todo cuando a mí me toca arbitrar. Entonces cierro los ojos, cruzo los dedos y pido que en mis partidos las injusticias no existan.