La carrera se largaba todos los años, era una tradición en nuestro colegio, una nerviosa pero linda tradición. La prueba recorría todo el recinto y me acuerdo de que no tenía edad para correrla, pero igual fui a ver a mis hermanos.
Se partía desde un punto de la cancha de fútbol, como a 800 metros de la meta, por donde se debía pasar para después recorrer todo el colegio por detrás de las salas. De ahí se aparecía donde comenzaba la cancha, había que darle una vuelta completa hasta llegar a un pozo de barro y finalmente se cruzaba la meta todo cochino para darle puntos al color de tu alianza.
Esa tarde de 1979 se corría la prueba de los cuartos medios. Era un sábado de septiembre, no muy caluroso, y en el colegio estaban mezclados padres, profesores, alumnos y ex alumnos, porque todos podían participar en su propia categoría, y eso era muy entretenido.
Despúés de un largo día, la jornada se cerraba con la carrera de los cuartos medios. Todo muy en serio, porque el que la gana es un verdadero héroe. Ese año había un personaje muy especial y querido por todo el colegio, era un alumno que por su condición física nunca había podido participar. Era Gaspar, que por culpa de la hemofilia no podía doblar una rodilla desde los 11 años. Los deportes siempre le parecían imposibles, pese a que era el más entusiasta en querer practicarlos.
Aunque su mamá se enojó y le dijo que no iría a verlo sufrir, ese año él se decidió a que la cojera no iba a ser impedimento para competir - y ojalá terminar- la carrera con sus compañeros. Esa tarde, Gaspar se sintió listo y dispuesto, sintió que también para él era el grito de "en sus marcas..., listo..."
¡PAF!
Sonaron los tacos y partieron todos muy rápidos. Gaspar, junto a ellos, tratando de agarrar velocidad.
Rápidamente sus compañeros acomodaron el paso, aunque él, concentrado, corría la recta mas emocionante de su vida. Corría y corría..., en verdad caminaba rápido, sin flectar su pierna y haciendo grandes esfuerzos con la izquierda. Estaba en eso, sudado hasta los pies, cuando entró su mamá por la puerta del colegio y vio a lo lejos que la multitud entera apoyaba a un niño, un joven, casi un adulto, su hijo. Se apuró y lo fue a esperar a la meta, orgullosa y confiada que lo lograría.
Mientras Gaspar avanzaba, sus compañeros -que decididamente querían que él se llevara la gloria- fueron alcanzándolo. Después de mucho esfuerzo, el joven logró ver el anhelado pozo de barro, sonreía, hizo una mueca de dolor y se lanzó al lodo como si fuera el agua bendita de la vida, con gritos que alertaron hasta a la gente de la calle. Asomaba su cabeza y nadaba con largas brazadas lentas hasta el otro extremo de esta rústica piscina, mientras que detrás de él venía lanzándose el segundo. Gaspar seguía siendo el primero.
Tenía que salir del pozo; sus compañeros ya lo estaban alcanzando, e incluso uno de ellos los pasó muy rápido sin darse cuenta de que ese absurdo triunfo le pesaría toda la vida. Tito, que iba segundo, era más inteligente y decidió ponerse debajo de Gaspar, agachado como un escalón gigante, el más grande escalón que he visto en mi vida, y entonces Gaspar pudo salir del pozo. Los metros finales no los olvido. Gaspar corría rodeado de aplausos, de gritos, de llantos, de su mamá sin ver nada a través de los empañados lentes, mientras el resto de sus compañeros llegaba detrás de él. Era segundo, el segundo lugar más importante de la vida.
Nadie sacó fotos para poner en el pasillo llamado "Gala de la Fama". En algún baúl de la casa de Gaspar debe estar guardada le medalla descascarada de ese día. A estas alturas, pocos lo han visto y hay varios que creen en que todo es un mito.
Yo no. Yo lo vi. Lo viví, lo lloré. Y a mi corazón sí que la memoria no le falla.
Amanda Kiran