El viernes me fui a Tongoy, a un matrimonio de una pareja muy amiga mía que se enamoró en esa playa. "Amor de verano", pensaron sus padres, pero después de diez años de pololeo parece que estaban equivocados, como me lo dijeron al principio de la ceremonia con olor a mar que empezó el sábado a las cinco y media en punto.
Los novios me pidieron que sacara las fotos, en todos lados, en todos los momentos, donde pudiese, y me embalé... Llevé mi trípode, varios lentes, mi flash, mis lentillas, todo lo que me pudiese servir. Estaba nerviosa y quería que todo fuese perfecto.
Llegué a la iglesia un buen rato antes para prepararme y encontrar la ubicación exacta donde ponerme cuando apareciera la novia y que a la vez me dejara ver la llegada de la gente y la cara de los padrinos.
Aunque la ceremonia estuvo bella no pude llorar, porque me volví loca sacando fotos y tenía que seguir mirando todo a través del visor. Lloré por dentro, por la emoción de la Lola, mi amiga, la novia mas radiante que he visto en mi vida.
De ahí nos fuimos al carrete a una perfecta casona junto al mar llena de vidrios que daban a la playa, de luces cálidas y de destellos del mar que poco a poco se iban durmiendo con la noche. La fiesta empezó y yo seguí tapando al mundo con flashazos en el vals, el champañazo, la comida, y en el baile. Mi ojo estaba agotado.
Después de una hora en que el baile ardía, los más jóvenes notamos que la luna llenaba la playa y le daba cierto protagonismo intencional a una cancha de vóleibol que había en la arena.
Antonio, el novio, jugador de vóleibol desde chico, había invitado a un grupo de ocho tipos con tremendas espaldas que recién entonces con mis amigas supimos que eran compañeros de equipo. Lola no era precisamente deportista y de hecho sufría las veces cuando él llegaba tarde después de entrenar. Por eso, tal vez se asustó un poco cuando nos vio mirando la cancha en la arena, pero como esa noche era su noche nada podía ocurrir.
Casi nada.
Bastó que uno de los locos amigos del Toño viera la cancha para que fuera a la maleta del auto a buscar una pelota reluciente, una luna en sus manos. A espaldas de la Lola, no demoraron más de dos minutos en armar dos equipos mixtos, integrados entre otros por... su marido y su fotógrafa.
Muchos de los invitados se pararon en la terraza para mirar el partido. Los saludé, aunque me arrepentí enseguida pensando en que tal vez la Lola estaba entre ellos. Sabía que esto la iba a molestar, pero las ganas de jugar me mataban, además que andaba sola, y nadie en un matrimonio te saca a bailar así como así.
El partido también era un baile que ardía. Me imaginé a la Lola tratando de entender por qué mucha gente ya no estaba en la pista y prefería estar mirando la noche por la ventana. Me la imeginé preguntando dónde se había metido el Toño, hasta que la vi arriba. Me sentí sorprendida en algo malo.
Ella llegó a la playa y cuando nos dimos cuenta se paró el partido, el reloj, la noche. Se formó un silencio, fueron segundos tensos y largos y por Dios que me sentí mal.
Entonces la vimos abrir la boca, como para gritarnos algo...
-¡Oye pos Toño!
-¿Qué Lolita?-, contestó el novio, con voz entrecortada.
- ¡Ya pos, déjenme arbitrar...! De tanto ir a verte aprendí a hacerlo...
Toño dejó la luna en el suelo, se sacudió las manos y caminó lento hasta darle un beso.
Ahí empezó el matrimonio.
Amanda Kiran