Conocí a mi amigo Arturo cuando fui a visitar a la Georgelina a Buenos Aires. Arturo era un muy amigo del hermano de Georgia, como le decimos a mi amiga de cariño, pero ella no lo pasaba porque él sólo hablaba de deportes, cosa que para mí -tal como dice mi mamá- era encantador.
Mi teoría era que ella estaba enamorada de él, pero que a él le interesaba por entonces sólo andar detrás de su pelota. Bueno, pero el tema es que Arturo y yo comenzamos una fuerte amistad, a tal punto que mis siguientes visitas a Buenos Aires fueron a su casa, y a la Georgia -ya casada- no pude seguirle el ritmo y la empecé a ver cada vez menos.
La última vez que lo vi fue en una campeonato de vóleibol en el que él estaba a cargo de una equipo de "chicas" que peleaba el título en el nacional de Buenos Aires. Ahí, en ese equipo, apareció su amor. En ese mismo torneo me contó que le había salido un trabajo en Nueva York, que le tenían departamento, oficina, gastos pagados, todo, y que lo querían allá en un mes más.
Cuando conversamos ese día, le aconsejé que no se fuera, porque yo sabía que por mucho que ganara más plata como ingeniero su pasión era el vóleibol. Me dijo que necesitaba probar, darse la oportunidad, y partió, justo hace seis meses.
A través del ICQ nos contábamos de nuestras vidas. Aunque vivía con María, su novia, en un departamento de un ambiente, el hecho de tenerla tan cerca hacía que extrañara menos su mundo. Trabajaba en una de esas grandes oficinas en World Trade Center, piso ochenta, tremenda vista, mucha pega. Sólo lograba desligarse de este mundo cuando trotaba por las mañanas para preparar por segunda vez el maratón neoyorquino.
Bendito maratón.
La mañana de este martes llegué a la pega acordándome que llevaba como una semana sin hablar con él. Algo hice, algo pasó, alguien prendió la tele y vi una película, unos aviones chocando. No, no era película, Arturo, Arturo...
No sabía si llorar o gritar, si escribir o llamar a Buenos Aires, si contactar a la familia de su novia, o simplemente a la de él. Me congelé y así estuve hasta que lloré delante de la tele.
Recién a las dos me atreví a llamar a Buenos Aires.
-¿Qué hacés, Amanda?- me contestó Germán, su hermano.
No lo saludé.
-Germán, dime, ¿y Arturo?
-Tranqui, Amanda. El Artu estaba invitado por unos amigos a preparar el maratón en Nueva Jersey y volaba ayer de vuelta, pero perdió el avión. Está atascado en Dallas, por todo este asunto, pero está bien. Supimos del atentado porque nos llamó el padre de María.
Lloré como cabra chica, mientras Germán aparentemente me consolaba desde el otro lado.
-¿Y María entonces, está bien?- pregunté mas calmada.
-Ella está a salvo, esperándolo en Nueva York, en casa de unos amigos, ya que no ha podido llegar al departamento.
-Bueno, Germán, tenemos que darle las gracias al maratón, entonces...
-A Dios Amanda, hoy agradezcámosle a Dios.
Amanda Kiran