El '95 fue el año que conocí al Pollo.
El ya pololeaba con la Rocío, llevaban tres años juntos y tenían planes de matrimonio. Sobre todo él, que a cada rato decía que se casaban en un año.
Un viernes, en uno de esos asados en la casa de la Bea que indirectamente servían para presentarme algún galán que me hiciera sentar cabeza, quedamos con el lote de hacer una cicletada al día siguiente.
El calor de las copas de más dejó en claro la masiva asistencia al evento. La junta iba a ser ese sábado a las tres en la entrada de San Carlos de Apoquindo y de ahí un pique largo hasta el Parque Forestal para terminar almorzando en la casa del Pollo, que vivía cerca del Bellas Artes.
Pero no todo era tan bueno.
Ese soleado sábado de noviembre llegamos la Rocío, el Pollo y yo a la cita, ni uno más. Esperamos durante media hora al resto, pero nadie llegó, así que partimos, sin tener idea el destino incierto que la vida nos tenía preparado para ese día.
El Pollo y la Rocío partieron, y yo me demoré un poco más porque me dio por arreglarme la mochila en la espalda.
El Pollo llevaba un jockey azul; la Rocío, el sol sobre su cabeza, y yo, un pañuelo, nada más. Los veía riendo y gritándome que me apurara, para hacer carreras. La Rocío iba como iluminada a su lado, pero a pesar de eso se quedó un poco atrás para acompañarme.
Fue entonces cuando empezaron los problemas. El Pollo se embaló, solo, sin darse cuenta de lo rápido que iba. Le gritamos que nos esperara, pero el viento le hablaba más fuerte que nosotras. En una de las bajadas, el jockey se le resbaló y al intentar agarrarlo perdió pie y se cayó de cabeza con fuerza sobre la cuneta.
Era su destino, y el mío era estar ahí para hacer algo con la Rocío, que se me estaba desmoronando en pedacitos mientras nos acercábamos. Cuando llegamos, estaba inconsciente, un poco como nosotras que ya no recordamos nada, sólo sentí que abrazaba a la Rocío muy fuerte en la azulada sala de urgencia de la UC.
Al rato, abrazada con los papás y los amigos, la Rocío apenas respiraba de tanto sufrir, mientras yo me escondía en mi pañuelo o dejaba que se me escapara el hipo del llanto en el baño. Estuvimos todo el día y toda la noche en vela, esperando el milagro de que el Pollo recobrara el sentido y nos volviera a hablar, que mirara a la Rocío y le pidiera matrimonio, que me siguiera buscando el pololo ideal, que se riera y nos dijera "chuta que agarré vuelitooo...", pero sus ojos ya estaban perdidos, apenas buscando la despedida.
A las 8.53 de la mañana de ese domingo el golpe de la cabeza con la cuneta no tuvo marcha atrás y se llevó al Pollo. Yo vi cuando dejó de respirar. Yo también dejé de hacerlo desde entonces un poco. Tal vez por eso mi cabeza no entiende por qué la muerte separa a dos personas que sólo quieren amarse y estar juntas toda la vida.
Tal vez por eso también estoy segura de que la muerte no existe y de que ahora el Pollo y la Rocío -bueno, y yo también- están de otra forma más juntos que nunca.
(Con cariño, para mi amigo Guíñez)
Amanda Kiran