Se fue, como la canción de Myriam Hernández, sin avisar.
Ya van diez días que dejó de estar entre nosotros. Diez días y ahora sólo queda recordar.
Me parece ayer el día que me contó que había sido seleccionada para inaugurar el Estadio Nacional como jugadora de hockey césped, y me contaba que se pusieron un jumper el cual hasta ella encontraba retrógrado. Me decía: "Si lo vieras, te reirías un buen rato, lástima que lo boté, te lo debería haber heredado". Eso era en tono de broma, ella sabía, que no tendría cuándo usarlo.
Más de alguna foto me mostró con esa tenida azul, ya teñido el papel de amarillo, por los años.
Heredé de ella el gusto por el deporte, y de su marido; los dos eran fanáticos por hacer cosas: la estética, la música, la pasión por el deporte, era un todo, que orgullosamente llevamos dentro, los primos, los nietos, los hijos y los acoplados a la familia, que también son familia.
La vieja era capaz de enseñarme con una frase el placer por las cosas, ver en un programa -muy latero- algo divertido; es increíble la capacidad que tiene la gente de edad para encontrarle el sentido a todo, y hacer magia con cosas que para nosotros son banales y casi sin vida.
Cuando conoció a mi abuelo, fue jugando golf: estaban en una cancha, de las primeras que existieron, cuando seis personas cada mañana jugaban golf, y no existía un campo cada una cuadra.
Ella, con un profesor, y más adelante mi abuelo; todos, en el hoyo siete.
Pegó una madera uno, estaba aprendiendo. El profesor no se dio cuenta que mi abuelo estaba bastante cerca aún como para que ella pegara, pero la verdad, no le tuvo mucha fe. Como estaba jugando, pensó el profesor, "ésta no llega más allá del primer árbol".
Pues, no fue así. Pegó un jarrazo que no olvidaremos nunca, y pasó más que el primer árbol, sacó aplausos de la gente que venía detrás, pero no alcanzaron a gozar más cuando mi abuelo, en un descuido, sin darse cuenta... y plop!, en plena cabeza...
Mi abuela gritó, y el profesor se congeló...
Tras reaccionar, ambos salieron corriendo a ver a este joven, delgado, que caía bruscamente, con algo más que un chichón en la cabeza.....
"Joven", le gritaba mi abuela, "joven despierte...".
Muy asustada, ella le seguía hablando. El profesor fue a buscar hielo, se quedaron solos; otras dos personas miraban a lo lejos.
De pronto, él ya tenía los ojos abiertos: "¡Uy!", gritó mi abuela, "me asustó...".
"¡Ja!" dijo él. "Usted me pega y se me asusta... Yo buscaba mi pelota, y parece que me llegó del cielo", le habló en burla mi abuelo.
"Lo siento tanto", dijo ella, "estoy muy avergonzada".
"¿De qué?", dijo él, ya más incorporado. "Si fue un excelente drive", agregó.
"Gracias", respondió mi abuela con las mejillas algo más que coloradas.
Esa fue la primera de una de sus tantas conversaciones. Ese fue el inicio de un amor que los mantuvo cuarenta y cinco años juntos, y dieciséis años separados, donde pudimos gozarla a ella sola. Y ahora, en alguna parte de este universo, están juntos nuevamente, probablemente jugando.
Yo aprendí siempre un poco de ella, y ella de mí. Extraño su voz al teléfono los domingos, su explicación de algún nuevo cuadro o las alabanzas por mis escritos. Extraño su constante preocupación por mi soltería, y el no verme nunca de blanco. La extraño a ella y agradezco el legado inimaginable que ella nos dejó a todos nosotros, que hemos perdido a la mujer que formó y creó una gigante e intensa familia a su alrededor...
Amanda Kiran