Sonó el teléfono media hora antes de mi cita, la misma que me había costado meses concretar.
El timbre debió llamar tipo nueve para llegar a tiempo al matrimonio de unos amigos en Colina, pero la Mari, mi gran amiga del colegio, embarazada de ocho meses, me necesitó antes.
La hora calzaba apenas para avisarle a Andrés y al novio que no podría asistir a dicho evento -sonó comprensivo, pero triste-, así que cambié el vestido brillante, los labios brillantes y el pelo brillante por unos jeans y la cara lavada, y partí a la guerra de nervios, con otro brillo en los ojos.
Subí corriendo los cuatro pisos de Clínica Central y llegué frente a la habitación 416, tal vez la misma donde nací yo, y antes de tocar sentí la voz de la Mari. Llegué y pasé.
-¡Amanda! -me dice con unos buenos lagrimones en los ojos- qué rico que estés aquí.
No quise decirle nada más que un abrazo.
La ayudé a ponerse esos pijamas que no tapan nada, y nos sentamos en la cama a esperar. A esa hora, los novios ya deberían estar entrando a la iglesia.
Las contracciones eran cada vez mas frecuentes, me apretaba mi mano cada vez con más fuerza y yo sentía que ya no me quedaba ánimo que entregarle para aliviarle su dolor.
-Cuando tú te quejas que te hacen hacer cien abdominales seguidos... y te duele... -me dijo.
-¿Si?
-Esto es mucho peor... -me susurró toda transpirada.
Me imaginaba ese dolor y nos seguíamos apretando. Mientras miraba la hora en un feo reloj que hacia sonar el tiempo, me acordé que la Mari, mi yunta del colegio, había quedado embarazada en su fiesta de despedida antes de irse a un viaje por el mundo con tiempo indefinido. Esa noche había concretado un amor platónico que perseguía por años.
Por culpa de esa noche, el mundo había llegado sólo hasta Guatemala y lo indefinido había durado cinco meses, hasta que las náuseas y un inaguantable antojo de volver a casa la trajeron de regreso.
Los gritos de la pieza 416 inundaban el pasillo pálido. Afuera llovía. Yo seguía apretando la mano de mi amiga. Los novios ya debían haberse mirado mutuamente. "¿Aceptas por esposo a...", un grito más fuerte de la Mari me despertó de mis pensamientos. La niña, que debía nacer en un mes más, ya estaba llegando.
No sabía qué hacer. Nerviosa, le contaba mil historias, quería hacerla reir como en el Jappening con Ja, y a veces lo lograba aunque volviera a llorar enseguida.
La matrona entraba, salía, corría, bajaba, nos tenía locas. Los nervios ya me comían viva y apenas podía caminar por el pasillo pálido cuando iba al lado de la Mari, camino al pabellón.
La vida me ha regalado muchas cosas, pero nunca la emoción de verme vestida de verde entera -haciendo juego con mi cara-, espectadora de una magia que alguna vez esperaba para mí misma.
Y empezó la carrera.
-Marisol -le decía el doctor, que además era su tío- relájate, esto va a ser un mero trámite.
Le pusieron la tremenda inyección, y me dolió a mí. La tomé de la mano, bien fuerte, a ver si así sentía el cable de comunicación indestructible. El sudor, los gritos, las respiraciones eran cada vez más fuertes, vamos puja, puja, todo saldrá bien, decía el médico. Sonaban unos pequeños pitos en una máquina amarrada a su brazo, vamos puja, puja, y sentía mis nervios dando vueltas por la sala, y veía luces y sentía el olor a la anestesía.
Era una hora inolvidable, interminable. No sentía las piernas. Mejor que la meta de un maratón, mejor que la cita que rechacé. Los novios deberían estar bailando acá también.
Cuando sentí llorar a mi ahijada, lloré yo también sin poder consolarme. La Mari jadeaba entre su propia risa y su propio llanto, hasta que el tío Manuel le cortó el cordón y puso a la guagua en su pecho. Tirité sin control, así que la foto debe haber salido movida.
La Paz nació perfecta, dos kilos ochocientos, pero lloraba fuerte y estaba hambrienta, dos factores importantes que mostraban que iba a ser como su madre.
Me dejaron tomarla justo antes de llevarla a la incubadora, y le di un beso.
Mi amiga, la campeona de esa noche, estaba exhausta pero tranquila.
La acompañé a la pieza, y la dejé durmiendo, me fui por el pasillo, con mil ideas en mi cabeza, necesitando mucha azúcar. A lo lejos, en la sala de espera, había un príncipe de terno gris y corbata roja esperándome en la soledad con un vaso de café humeante y un sahne nuss. Corrí hacia Andrés.
-¡Soy madrina, soy madrina! -le dije.
-Lo sé, pero tranquila que la hermana del novio tomó tu lugar en el altar.
-Noooo, soy madrina de una niña preciosa - y no pude hablar más.
La verdad es que si seguía se me podía salir el corazón por la boca, así que sólo sonreí.
Amanda Kiran