Cuando mi nuevo editor me llamó diciéndome "¡Amanda despierta!", no era porque estaba durmiendo, si no porque estaba dejando dormirse a lo que más me gusta ser, la Amanda escritora, así que luego de esta transición vengo de vuelta.
Luego de desconocerme, encontrarme, volver a quererme, volver a creer, estoy acá de nuevo, diciendo lo que veo. Fue la calidez del llamado lo que más me gustó, la risa, la frase simple ("te extrañamos", dijo), así que como empezando de cero, vuelve Amanda. Desde otro lugar, pero finalmente la misma persona.
En este lapso, han pasado varias cosas.
Un día de lluvia, de esos que caen hasta palos de arriba, llevaba la camioneta cargada de cosas. Una vez más, mi vida nómade se movía. Con este sería como el quinto cambio de casa, y según yo, el último.
Arriba de una camioneta, a toda velocidad, Amanda está de vuelta.
A pocos metros, plena Kennedy, siento que me adelanta un Volkswagen blanco, lindo, casi nuevo. ¿Me está desafiando?, pensé. Qué típico es que uno compita con otros autos, sin que el contrincante lo sepa, porque finalmente uno siempre gana, solo, cuando el otro auto decide doblar, quedarse en una panadería o no acelerar en la luz amarilla. El triunfo es semimoral, un juego de niños, una tontera.
Pero esta vez era diferente, esta vez sí era carrera, la camioneta -préstamo de un amigo para el cambio de casa- contra este desafiante Golf blanco.
La lluvia nos molestaba igual, Kennedy era la calle perfecta, y empezó la lucha. El adelantaba por la derecha; yo, por la izquierda; él pasaba cerca mío, y yo me alejaba; él cambiaba luces; yo, concentrada en el volante y nada más.
Atrás quedaba La Llavería, la calle por la que tenía que doblar; atrás quedaban mis cosas empapadas, dispuestas a sacrificarse por el orgullo del triunfo.
Los limpiaparabrisas gruñían cada vez más fuerte contra el vidrio, y ya la lluvia tomaba el carácter de un granizo severo y molesto.
Nada nos detuvo. Mi camioneta prestada y su Golf no querían detenerse, debía existir un ganador, las máquinas ya eran cómplices.
De pronto, vi que bajaba brúscamente la velocidad, un poco antes de la rotonda Pérez Zujovic, de tal manera que me desilusionó. Nadie quiere que la dejen ganar y me enojé, sentí rabia por el machismo de su parte. Señalizó y se estacionó en una calle lateral cercana al límite, según yo, a la meta.
Sin pensar si lo que hacía estaba bien, me detuve en la Clínica Vitacura con el auto entero cargado y la adrenalina de Schumacher. Estaba en otra, y quería saber qué había pasado.
Me bajé muy rápido, encargándole mis cosas a un guardia de la clínica y corrí empapándome hacia el enemigo. Del auto se bajó un hombre, qué digo hombre, era un príncipe, le faltaba la capa para ser Supermán, celular en mano.
"Me pegó una piedra en alguna parte", me dice mirando las ruedas del Golf. "Apenas me pude estacionar y para más remate los de la grúa no me contestan".
Me sonrojé tanto, pero por suerte con la lluvia no se notó.
"Quizás te pueda ayudar en algo, me llamo Amanda", le dije cortada.
"¡Perdón! No me presenté, soy Federico, y una ayuda me vendría perfecta", me contestó.
La verdad me sentía un poco culpable, gratamente culpable por todo.
Corrí a la camioneta y saqué una cuerda. En marcha atrás por la vereda llegué hasta su auto, y empezó una nueva carrera hasta el garage, la diferencia es que ahora éramos del mismo equipo.
La diferencia es que ahora el premio sería mucho mejor para ambos.
Amanda Kiran