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Columna: El medio maratón y yo

Tenía tres metas: La optimista, correr los 21 kilómetros en 1 hora y 40 minutos; la realista, en 1 hora 50 minutos y la humillante, llegar después del ganador de la maratón. No me puede ganar alguien que corre el doble que yo, por muy keniata que sea. Así me fue...

03 de Abril de 2011 | 15:54 | Por Francisco Torrealba H.
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José Alvújar, El Mercurio
SANTIAGO.- Cinco, cuatro, tres, dos, uno, partamos. Son casi las nueve de la mañana y  estoy frente a La Moneda esperando que den la partida de los 21 km. Es la segunda vez que compito en la distancia y tengo tres metas: una, la optimista, 1 hora 40 minutos; la realista, 1 hora 50 (el mismo tiempo que mi primera media maratón) y la humillante, que es llegar después del ganador de la maratón. Si alguien que corre el doble que yo, por muy keniata que sea, me gana, cuelgo las zapatillas.

La partida es lenta, es tan chico el espacio y tanta la gente que logro pisar la cinta de la partida 10 minutos después de que lo hizo el primero en partir. Me siento bien y casi sin darme cuenta, llego a Avenida España. Claro, hasta el momento todo es en bajada.

"¡Hasta qué hora pues!", se cuela en los audífonos de mi iPod desde una esquina. Un automovilista indignado le reclama a uno de los voluntarios de la organización que no lo deja cruzar la calle. Lo primero que se me viene a la cabeza es el comentario que me hizo un amigo que recién estuvo en Roma y que fue como espectador a la maratón de la  ciudad. "La gente sale a aplaudir, con carteles, es una fiesta, todos felices". Lamentablemente, la escena del conductor furioso se repetirá varias veces.

En eso estoy cuando me topo con mi hermano que va tras los 42 kilómetros. Acordamos ir juntos, me parece una buena idea porque siempre ayuda que alguien te vaya tirando. El plan va de maravillas. Llegamos a Avenida Matta y comienza la subida. No tengo claro cuál es la temperatura, pero el sol me tiene mal, pienso que la idea de la organización de aplazar el inicio de la carrera para las 9 es un tremendo condoro. El cemento arde, tanto, que hasta el diablo aparece. Ahí va con su capa roja, máscara, cachos y todo.  No soy muy creyente, pero no voy a dejar que me gane el demonio.

Alcanzo ver a lo lejos el Estadio Nacional y el runner que va con una pelota y hace piruetas a lo Lionel Messi me calza perfecto. Me despido de mi hermano en Campos de Deporte, a él le esperan todavía más de 10 kilómetros de subida y yo por fin veo un poco más cerca la bajada. Claro, sólo un poco, porque pese a todos mis pronósticos, en Antonio Varas, literalmente, me fundo, cada pierna me pesa como 100 kilos. Para más remate, cuando me apresto para aprovechar la ducha que de muy buena voluntad  un jardinero de la Escuela de Carabineros está improvisando con su manguera, me quedo con cuello por culpa de uno de los uniformados que está de guardia en la puerta que no encontró nada mejor que retarlo. Claro, la tontera no es exclusividad de los automovilistas.

No me puedo las piernas y ni siquiera Eye of the Tiger de la banda sonora de Rocky y Billy Jean, dos de mis canciones favoritas para el trote, me dan oxígeno. Adiós a las metas optimista y realista, vamos a evitar la humillante, aunque hasta eso lo dudo. Si las cosas van mal para mí, para otros corredores son peores. Al menos dos vomitan, otro derechamente se retiró y son muchos los que caminan. En algo me consuela saber que los 10 kilómetros de pura subida no sólo me pasan la cuenta a mí.

Como puedo llego a Roberto del Río. Pocuro queda atrás, aunque estoy seguro que no era Pocuro, de hecho se parecía más a la subida a Farellones. Eliodoro Yáñez está cerca, por fin voy a bajar y ahí está mi única hincha, mi señora llegó a hacerme barra. "¿Cómo vai?". Miento descaradamente y le respondo que más o menos.  Ya en la casa después de la carrera, ella me confesaría que el aburrimiento por esperarme casi la empuja a irse. No es para menos, pasé casi 25 minutos más tarde de lo programado.

Ya en Eliodoro Yáñez y en franca bajada, pienso en que el plan original decía que este es el momento de apurar. Como el día no está para milagros, sólo mantengo y que la ley de la gravedad empuje mis piernas hasta la meta. 

No sé cómo, más bien de dónde, pero a la altura del nuevo Centro Cultural Gabriela Mistral, en plena Alameda, saco fuerzas y corro el último kilómetro como me habría gustado hacerlo toda la carrera.

Llegó y al menos la meta humillante está salvada, son 2 horas y 6 minutos y el ganador de la maratón, el keniata Julius Keter aparece en el frontis de La Moneda casi ocho minutos después.

La idea de correr la maratón habrá que posponerla un par de años.
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