SANTIAGO.- Está en el manual decir que es algo increíble, que no tengo palabras para describirlo. Espero no defraudarlos. Odio lo típico. Lo cotidiano. La rutina carcomiéndome los huesos. Si esperaban a una niña escondiéndose en las faldas de mamá, ella ya se fue. Nepal la transformó. ¿Para bien o para mal? No soy yo la que les dirá eso.
El irrevocable cambio del que les hablo se originó por algo mucho más simple: un viaje. Fue un día patéticamente normal. Eran vacaciones y ya se me estaba escapando de las manos el ocio. Mis papás volvieron del trabajo a la hora de siempre y después de comer nos llamaron a mí y a mi hermana. Fui sin temor, no tenía nada de qué avergonzarme así que no me esperaba un reto.
Nos dijeron que nada era seguro, pero que había una gran posibilidad de ir al campamento base del Everest, la montaña más alta del mundo, acompañando a la expedición de Vertical que iba hasta la cima, para conmemorar la cumbre que hicieron hace 20 años.
Para poder realizar el viaje tendríamos que entrenar las semanas siguientes. Desintoxicarse de la ciudad. El entrenamiento consistía en correr tres veces por semana y el fin de semana un trekking. Luego de algunas semanas y tras 32 horas de viaje llegamos a la capital de Nepal, Katmandú. El país tiene 27 millones de habitantes y una superficie de 140.800 kilómetros cuadrados. Un 80 por ciento de la población vive con menos de dos dólares al día y, más de la mitad, no sabe leer ni escribir. También, es el único país del mundo en que la religión oficial es el hinduismo.
La aventura de Nepal
Los nepalís son gente religiosa, rezan tres veces al día y visitan templos o stupas (templos budistas) diariamente. Las ciudades son un caos: mil bocinas se escuchan en las calles, sin veredas ni semáforos, ni menos agua potable. Las calles están repletas de motos de marca china, vacas y templos incrustados en una ciudad tratando de modernizarse. Al principio, caminar en este caos resulta difícil.
Katmandú no duerme. A pesar de que se oscurece temprano y que la luz eléctrica se corta por sectores para ahorrar, la gente se acuesta tarde y se despierta al alba. Se intentan adecuar al horario turístico.
Nuestro trekking partió con un vuelo de avión -o una avioneta que vuela a duras penas y en la que no cabes parado-. Después de una hora de suplicio, ya éramos oficialmente trekkeros. Los catorce días siguientes los recordaría para siempre.
El primer día parecíamos turistas japoneses, sacándole fotos a todo lo que se nos cruzaba. Yo estaba fuera de mí. El paisaje me alucinaba, la gente me intrigaba y esas montañas, literalmente, me tenían loca. Creo que ese día casi no hablé. Sólo miré las montañas sobrecogedoras, admirando los acantilados y los puentes colgantes. Sólo me preocupé de disfrutar ese delicioso momento.
Aparte de levantarse temprano, hacer mi mochila y dejar el bolso para que los yaks me lo llevaran, cada día tenía su sello especial. Algunas veces nevaba y se me congelaban los dedos, otras veces caminaba con sólo dos capas en el cuerpo. También hubo días en que mi único anhelo era un vaso de té caliente (básicamente lo único que tomábamos mientras no estábamos caminando) y así, poco a poco, fui descubriendo Nepal.
Everest y los sherpas
Me acuerdo muy bien del día en que vi los Himalaya y Everest por primera vez. Era como el quinto día de caminata, hacía calor y llevábamos muy poco caminando cuando Rodrigo Jordán apuntó hacia lo lejos y nos dijo: "¡Ahí están!".
Majestuoso y vigilante. Ahí estaba el Everest, rodeado de otras montañas que parecían alabarlo. Un rey con su tropa de discípulos. Había algunos más atrevidos que osaban acercársele. Pero él se quedaba ahí. Distante. Imponiendo su soberanía en silencio. Con una pluma de nieve coronando la cumbre. Su hermano Lhotse lo imitaba descaradamente. Bueno, tal vez se lo merece. Es un ocho mil. Una de las "Siete cimas". ¡Qué belleza!. Es en esos momentos en los que me pregunto cómo alguien es capaz de no creer en Dios. Un milagro así no es humano. Sólo Dios puede crear algo tan peligrosamente bello. Un milagro viviente, sí, eso es.
Todos nos quedamos sin habla. Con la boca abierta. Si alguna vez ustedes han visto una montaña de las de verdad, entienden de lo que les estoy hablando. Si todavía no lo han hecho, les puedo decir que ver los Himalaya es como ver el Cielo. Se puede imaginar, se puede dibujar, pero muy pocos llegan a él. Se requiere talento, perseverancia, trabajo en equipo.
Desde ese momento en adelante, los Himalayas nos acompañarían, con pocas interrupciones, en todo el camino hasta el campamento base. Pero sobretodo, el Everest acapararía todo la atención. Como siempre.
Ya por la zona de Khumjung, la altura se empezó a sentir. Nos quedamos un día extra para aclimatarnos, porque ya estábamos a 3.900 metros de altura y no queríamos apunarnos. Es extraño, pero a esa altura seguía habiendo vegetación, y no desaparecería hasta los 4.500 metros, aproximadamente. Tuvimos la oportunidad de leer y de observar a esta gente tan diferente a nosotros, los sherpas.
Los sherpas son una etnia nepalesa proveniente de la zona de los Himalayas nepaleses y tibetanos. Son gentes enjutas y no muy altas, de fácil sonrisa y fuerza sobrehumana (los portadores sherpas llevan el triple de su peso en la nuca). Se ganan la vida principalmente del turismo y del montañismo en los himalayas, y se autoabastecen con la ganadería y también cultivan algunos repollos orientales. Su religión es el budismo mezclado con hinduismo. Los niños que pasan siempre me quedan mirando: acá soy un bicho raro. Ellos no están acostumbrados a ver pieles tan blancas ni ojos de color. Debo admitir que yo también me quedo mirándolos. Son tan inocentes, tan simples. Juegan con ruedas de alambre y son más felices que los niños chilenos.
Sin carreteras a pie y con uno que otro yak, los sherpas viven una vida sencilla y alegre. Su vida gira en torno a la religión y al trabajo. No esperan más gloria ni reconocimiento. Si un occidental llegara al campamento base llevando la carga que un porteador lleva diariamente, saldría en la portada de todos los diarios. Aquí hay niños desde los 10 años que llevan el doble de su peso apoyado en la nuca. Sin ayuda.
Nuestra expedición cuenta con sherpas guía, sherpas porteadores y todos se guían por su jefe o sirdar. Shulding es nuestro sirdar y conoce a los de Vertical hace más de 20 años.
Fue muy significativo que Shulding nos invitara a su casa a almorzar. Él vive en Khumjung, y se dice que de este pueblo es de donde salen los grandes montañistas. Su casa era también un lodge, dirigido por su joven señora y más adelante lo será por su hijo, una adorable guagua de seis meses. Los sherpas consideran de mala educación que los invitados no se coman todo, de lo contrario significa que la comida está mala. Así que nos vimos obligados a digerir absolutamente todo lo que nos dieron.
La ducha es un tema que nos tiene a todos agobiados. Sin habernos bañado en dos semanas, nuestro aspecto es casi deplorable. Es muy divertido, pero cuando más sucia está la gente, más desesperadas son sus medidas. Por ejemplo, un argentino del grupo se bañó y se afeitó en una palangana con agua caliente.
Y eso que no han visto los baños. Son un suplicio. El hedor, la altura y la higiene los convierte en la pesadilla de todo trekkero. Con mi papá nos limitamos a escondernos atrás de una pared y usarlo como baño. Asqueroso, pero necesario.
En Lobuche, al noveno día de caminata, fue cuando alcanzamos finalmente los 5.000 metros de altura. Estando ahí me cuestioné el viaje y me pregunté qué había aprendido. Esa lista es infinita, pero les pudo decir lo más importante:
Límites: somos nosotros los que los fijamos. Son imaginarios. Insulsos. Estando aquí he visto y he hablado con gente que no conoce límites. De ellos es de los que quisiera aprender. Todo lo que hacemos en la vida se rige por límites. ¿Dónde están nuestros límites? Yo quiero conocerlos, yo quiero verlos a la distancia y poder decir que eran imaginarios.
Espejos: también se les llama montañas. Quien escala una montaña no está haciendo más que enfrentarse consigo mismo, enfrentándose con su propio espejo.
Al campamento base llegan algunos derrotados por sí mismos, pero también llegan los que tienen el valor suficiente para verse sin máscaras frente al espejo. Pararse y decir: este soy yo. Tengo miedos, tengo debilidades. No hay nada que cambiar.
Por esa razón, en el campamento base se ven llantos, se ve alegría, se ven promesas y también traiciones. Es una constante paradoja ver personas que van al mismo lugar y se encuentran con cosas totalmente diferentes. Cada uno, con su espejo.
En cuanto a nuestro grupo, predominaron las lágrimas. De nostalgia, de triunfo, de emoción. Se repitió esto mismo en la cumbre del Kala Pathar (cerro cercano al campamento base) y la mayor altura a la que estuvimos en el trekking, 5.600 msnm. La vista del macizo de Everest es impresionante! Subimos muy temprano y vimos como salía el sol por la cumbre de Sagarmatha.
En ese cerro hice una promesa. Una de las importantes. Estaba admirando el cerro más lindo de toda la vida: el Ama Dablam. Imponente, se alzaba cercano al Everest. Pero le ganaba en belleza. Es más sincero. Más puro. Nunca en toda mi vida había tenido la oportunidad de llorar con un paisaje. Esta vez sí lo hice. Y en agradecimiento, me acerqué a su oído y le dije: querido Ama Dablam, yo te prometo que esto no se va a quedar así. Te prometo que voy a volver. Y cuando vuelva, no te miraré de lejos. Te subiré hasta la cima, y no dudes que lo haré.
Esa promesa sigue en pie. Y cueste lo que cueste, lo haré. Espero que ustedes puedan hacerlo alguna vez. Con el sueño que sea, sólo persíganlo. Y con la mejor sonrisa. Así me enseñaron mis papás. Gracias. Gracias por enseñarme Nepal. Gracias por ayudarme a cumplir mis metas. Gracias a todo mi grupo de Vertical, por apoyarme y tratarme como una más. Nunca se los podré pagar.