SANTIAGO.- Nunca le he tenido miedo a la muerte, ni siquiera en un aviso de bomba, pero sin duda que el atentado a las Torres Gemelas es una de las dos experiencias más impactantes que me ha tocado vivir en 35 años de profesión. La otra fue el huracán Andrew.
La verdad es que si me dicen que después de lo del 11 de septiembre cambió todo en Estados Unidos, eso se puede afirmar en el plano de la seguridad, tanto aérea como terrestre, especialmente después de las medidas que tomó la FAA (Federal Aviation Administration). Pero la vida sigue igual.
Si la memoria no me falla, a los pocos minutos que se estrelló el primer avión, el hotel donde se hospedan las tripulaciones de Lan Chile (N. de la R.: New Yorker, en Manhattan) estaba aislado. El cordón de seguridad era inmenso y si a eso le sumábamos el cierre de los puentes y túneles y la suspensión del servicio del metro, no teníamos comunicación con el resto de Nueva York. Me hubiera gustado caminar hacia la Zona Zero, pero era imposible; sólo teníamos una vista panorámica de lo ocurrido. El viento soplaba hacia el sur, por eso ni siquera olor a quemado había. (En verdad, sólo pude salir porque me reuní con un amigo chileno que vive allá hace mucho tiempo y ahí sí que pude sentir el olor a quemado, como a carne quemada, me pareció tétrico).
Los días siguientes fueron larguísimos y todo giraba en torno al atentado. No teníamos qué hacer, todo tenía que ser dentro del hotel, salvo la alimentación. O comías ahí o en los restaurantes de comida asiática que hay cerca del Empire State. No había otra posibilidad. Las medidas que tomó la FAA fueron estrictísimas, como que no hubo aeropuerto abierto por tres o cuatro días, y eso que deben ser cerca de mil.
Tres días después nos llevaron a un hotel en las cercanías del aeropuerto Kennedy, el Holiday Inn. En el trayecto no hubo dificultades, tampoco cuando al día siguiente nos dieron el permiso para volar rumbo a Santiago, con escala en Guayaquil. Lo único que cambió en el procedimiento, además de la seguridad desplegada por las fuerzas armadas, fue que tuvimos que activar una frecuencia de emergencia que antes de los atentados no era obligatoria y que permite un rastreo inmediato.
Miro un año atrás y creo que lo que más ha cambiado es que debemos someternos a una revisión exhaustiva cuando Estados Unidos es el puerto de salida. En un par de veces me han requisado el cortauñas porque lo consideran un arma cortopunzante; encuentro que es absurdo, ya que en los aviones un potencial terrorista encuentra desde cuchillos de plástico que cortan carne hasta botellas de vidrio. En fin, es algo molesto porque hasta te sacan los calzoncillos de la maleta, y luego uno tiene que ordenar todo, pero nada más.
Donde sí hay seguridad es en la cabina. Además del seguro normal (electrónico), ahora hay un cierre de barras en cuatro puntos de la puerta, y es obligación tenerlo puesto. En el caso que vaya una azafata a la cabina, nos comunicamos por interfonía, utilizando un código verbal con palabras claves que nos permiten identificar si hay algún peligro o no... Y si lo hay, la orden es no abrir la puerta, aunque se pague con vidas de pasajeros o de la tripulación. El avión no se entrega y se debe recurrir a un aeropuerto de alternativa.
Pero vuelvo a recordar lo que viví en Miami con el huracán Andrew, y me doy cuenta que somos seres humanos. Lo de las Torres Gemelas sirvió para dejar al descubierto la inoperancia y poca efectividad de los sistemas de seguridad de la que se supone la potencia número uno del mundo.
Lo del Andrew me hizo sentir en carne propia la falta de capacidad del ser humano para enfrentar fenómenos naturales: desde el aviso meteorológico nos encerraron en un salón de conferencias, sin aire acondicionado, con un calor agotador... Sólo debíamos esperar que la tormenta pasara, y que saliéramos vivos.
Lo de las Torres se pudo evitar, pero las medidas siempre se toman después que algo ocurre. Y eso lo vuelvo a experimentar hoy, ya voy rumbo a Nueva York.
Arturo León Morales
Comandante de Lan Chile