VALPARAÍSO.- El Presidente venezolano Hugo Chávez ha advertido ante los líderes de la Unasur sobre "los vientos de guerra" que soplan en la región por la voluntad de Colombia de permitirle a Estados Unidos usar sus bases militares, dos semanas después que Bogotá denunciara que lanzacohetes de fabricación sueca vendidos al ejército venezolano han caído en manos de las FARC.
Mientras, Perú ha venido ventilando sobre su recuperada capacidad de disuasión gracias a la modernización de equipos bélicos, justo tras criticar las compras de armas realizadas por Chile.
Para un observador externo que no conoce la realidad estratégica de Sudamérica el panorama podría dejarlo perplejo, sobre todo cuando la región se jacta de ser pacífica y los países tienen por práctica ir creando un organismo multilateral sobre otro.
Más allá de las desconfianzas históricas y de los frecuentes roces verbales, lo que en el fondo estará viendo ese observador es el choque entre dos o más visiones sobre la seguridad que coexisten entre la península de La Guajira y Tierra de Fuego.
Por un lado, se encuentra la noción clásica de la seguridad que pone énfasis en la defensa del país ante amenazas provenientes del extranjero. Acá la “seguridad nacional” se homóloga con la defensa militar.
Países como Ecuador, Bolivia, Perú y Venezuela, que a menudo ondean la bandera de la soberanía, suelen ser los más partidarios de este oxidado enfoque de la seguridad nacional.
En su versión perversa -hay que admitirlo-, esta noción de seguridad derivó en la llamada Doctrina de Seguridad Nacional que durante la Guerra Fría identificó al “enemigo interno”, es decir, al comunismo como la principal amenaza.
Eso llevó al desarrollo de otros conceptos de seguridad que responden mejor al mundo actual y que superan en forma definitiva las limitaciones de la seguridad nacional ceñida a la defensa del territorio o frente a un supuesto "enemigo interno".
Aquí viene la “seguridad global”, que se inspira en el reconocimiento de una nueva gama de amenazas que trascienden las fronteras nacionales y exceden las capacidades reactivas de los Estados por sí solos. La seguridad, entonces, se vuelve interdependiente y, por lo tanto, requiere del compromiso de muchos países.
A esto apela Colombia cuando pide a la comunidad internacional que vigile que no se le traspasen armas a una guerrilla que ataca a los civiles o cuando accede a prestar sus bases militares ya existentes –un poco de claridad hace bien a este tema- para que aviones de Estados Unidos ayuden a interceptar cargamentos de droga, bajo la comprensión de que el narcotráfico es una amenaza transnacional. Algo que, por lo demás, hicieron durante una década estas aeronaves desde la base de Manta, en Ecuador.
De alguna forma, Chile ejercita esta noción de seguridad cuando participa en misiones de paz al alero de Naciones Unidas, bajo la comprensión de que los Estados fallidos o en conflicto son un problema común en este mundo donde todos nos hemos vuelto vecinos.
Otro ejemplo claro de lo anterior, se da cuando la Armada de Chile se suma a ejercicios internacionales para garantizar la apertura de las líneas marítimas por donde se mueve el comercio internacional.
Y aunque podríamos seguir abordando el concepto de “seguridad humana”, que además de buscar aliviar las amenazas propias de los conflictos externos procura el desarrollo en plenitud de los derechos de las personas, el punto clave es que las distintas nociones de seguridad que hay Sudamérica responden a diferentes realidades políticas y estratégicas.
Sobre cuál es mejor para cada uno puede haber muchas lecturas. Sobre cuál es la mejor para todos conviene mirar los resultados concretos. Pero mientras coexistan dos o más visiones sobre la seguridad los roces y amenazas verbales seguirán siendo parte del paisaje sólo hasta que surja un enfoque regional serio, anclado en el siglo XXI y no en el XX ni menos en el XIX.