EL CAIRO (Por Alejandra Peirano).- El año 2011 y recién cumplidos los 24 años, volé a El Cairo, Egipto. Ese mismo año había comenzado a estudiar pedagogía básica y decidí utilizar las vacaciones de verano para trabajar en un orfanato de esa ciudad. Ya tenía todo clarísimo: iba a llegar a El Cairo, personal de la ONG que me había contratado me iba a ir a buscar al aeropuerto y me llevaría al orfanato donde enseñaría inglés durante dos meses. Nada resultó como yo esperaba.
En el vuelo de conexión París-El Cairo conocí a Lisa, una chica alemana que había vivido de pequeña en Egipto y ahora tenía un novio allá al que iba a visitar constantemente. Como nos fuimos juntas, en el avión le conté lo aterrada que estaba de llegar a Egipto y mis ansias de saber que todo iba a estar bien. Me prometió que se quedaría conmigo en el aeropuerto hasta que me pasaran a buscar. Llegué a las 10 de la noche a una ciudad en la cual nunca había estado y esperamos juntas, pero nunca nadie llegó. Por supuesto, aparecieron los tíos de Lisa, que vivían hace tiempo allá, y su novio egipcio Ahmed. Pero no apareció nadie de la ONG.
Después de dos horas esperando y llamando por teléfono al tipo que tenía que irme a buscar sin lograr respuesta, no aguanté más y rompí en llanto. No sabía qué hacer. Le pregunté a Lisa si era posible que me llevara a un hotel. Ella dijo que por ningún motivo: que esa noche me quedaría en su departamento. Así comenzó todo.
Al día siguiente, sufriendo los estragos del jet lag, desperté con una sensación terrible: estaba en la casa de unos completos extraños que sólo hablaban alemán, idioma que yo no hablo. Con la única persona que me podía comunicar era Lisa, que hablaba inglés. Llorando llamaba por Skype a mi casa en Chile, pero aún creía que todo se podía arreglar si me comunicaba con la gente de la ONG. Esa tarde, y después de conocer la vida completa de Lisa entre conversación y café árabe, me dijo si la podía acompañar a visitar a una amiga. Por supuesto, le dije que sí.
Entramos en una casa enorme en un barrio muy acomodado en las afueras de El Cairo. En el living de la casa estaba sentada la familia junto con tíos y abuelas. Las mujeres iban vestidas muy a la moda, pero como era una familia árabe tradicional, se tapaban el cabello con unos hermosos hiyabs de diferentes colores. Lisa me presentó a la familia y a sus amigas Bassant y Nourhan, que de inmediato preguntaron qué hacía tan lejos de mi hogar. Cuando les conté lo que había pasado, fueron muy acogedores y me ofrecieron todo tipo de ayuda. Luego de media hora de conversación y preguntas sobre mi país, los tíos se fueron y quedó sólo la familia cercana. Las mujeres de la casa comenzaron a quitarse los hiyabs, dejando al descubierto su maravilloso y largo cabello. La imagen era impactante. Desde mi llegada a El Cairo había tenido muchas sensaciones, pero nada como eso: ver cómo esos pañuelos escondían cabellos largos, cortos, teñidos, lisos y ondulados, fue especial. Ahí comenzó mi amistad con Bassant y Nourhan, dos maravillosas egipcias que nunca olvidaré.
Pasaron unos 5 días desde que había llegado a El Cairo y seguía en el departamento de los tíos de Lisa, que no permitían que me fuera a un hotel. Las cosas con la ONG no mejoraron. Me reuní con ellos y se disculparon, pero luego cambiaron todas las condiciones de trabajo. Ya no respetarían ni horarios y ni alojamientos. A esas alturas, tenía que tomar una decisión: cancelé mi contrario, y me decidí a viajar con el dinero que tenía reunido.
Me hice tan amiga de Lisa que ella me suplicó que no me fuera aún de El Cairo. Sus tíos volvían a Alemania por Navidad y ella se iba a quedar completamente sola en el departamento, así que decidimos pasar las fiestas juntas. Era la primera Navidad que pasaba lejos de casa, sin árbol de Pascua ni regalos. Cocinamos e hicimos galletas para recordar la tradición, pero definitivamente no fue lo mismo.
Durante mi estadía en Egipto me dediqué a visitar pirámides, museos, el enorme mercado de Khan el Khalili, y todos los monumentos cristianos y musulmanes que rodean la ciudad. Bassant me había enseñado a ocupar el Hiyab y muchas veces lo utilicé mientras paseaba sola por la ciudad, para que nadie me molestara. Desde mi llegada a El Cairo, fumar se me había vuelto una costumbre. Estar en un país donde fumar es parte de la tradición hizo que este apestoso hábito ingresara a mi inconsciente. Las personas se amontonaban en las esquinas a fumar narguile de distintos sabores y a tomar café escuchando música y jugando Tawle en las pequeñas mesitas que improvisaban en las calles. Como me había dedicado a observar la ciudad, ya conocía de memoria ciertas costumbres, ciertas canciones de moda, ciertas palabras y, por supuesto, la hora de cada uno de los cinco llamados a rezar, cuando el sonido que salía de las mezquitas se acoplaba en mis oídos.
Después de Año Nuevo y de haber pasado casi un mes en El Cairo, decidí que era hora de partir. Entre las comidas de despedida, llantos, regalos, flores y recuerdos, partí una fría mañana a bordo de un bus con destino a la ciudad de Taba, en la frontera con Israel. Me esperaba un largo camino cruzando el desierto del Sinaí en un bus viejo, sin baño ni calefacción. Era la única mujer que viajaba en el bus. Después de siete horas llegué a Taba y caminé con mis dos maletas hacia la frontera con Israel en donde me hicieron miles de preguntas para poder ingresar al país.
Llegar a Israel, específicamente a Eilat, era como entrar en una nueva dimensión. Los baños públicos estaban limpios, las calles y el paisaje se veían diferentes. Había dejado atrás el caos y el desorden de El Cairo y había entrado en un mundo donde todo funcionaba en perfecto orden y donde veía a jóvenes vestidos de militar por todos lados. Eilat era maravilloso: un balneario lleno de turistas rusos y checoslovacos donde no importaba cómo anduviese vestida. Me quedé una noche en un hostal que había reservado a través de internet y al otro día un bus me pasó a buscar para cruzar la frontera hacia Jordania, donde hice un circuito increíble.
Petra es algo especial: nunca había visto nada como aquellas ruinas mezcladas con un paisaje desértico color rojizo. Esa noche me quedé a dormir en un campamento beduino en pleno desierto de Wadi Rum, sin luz, agua ni baños. La experiencia era única. Aparte de los beduinos jordanos que vestían túnicas y turbantes, había una pareja joven de australianos que se había tomado nueve meses para recorrer el mundo, y dos italianos treintañeros que tenían una empresa de diseño en Milán. Entre conversación y té nos quedamos dormidos en una carpa que tenía un par de colchonetas en el suelo y donde el frío calaba los huesos. Al día siguiente, los beduinos nos pasearon en camioneta por el desierto y visitamos lugares extraordinarios. Ya en la noche, cruzamos nuevamente la frontera hacia Eilat.
Mi viaje continuó en Jerusalén, donde me quedé 15 días explorando todo Israel. Fui a Tel Aviv, Nazaret, Galilea, Mazada, el Mar muerto, Capernaum y también crucé la frontera (ese miserable muro que divide ambos mundos) hacia Palestina. Visité todos los lugares bíblicos y tuve la suerte de asistir a una misa de dos horas en el Santo Sepulcro.
Mi última parada antes de volver a Chile era Turquía. Dulce Estambul: con sus callecitas pequeñas y las calles repletas de dulcerías con mostradores que te hacen agua la boca. Una ciudad mágica, maravillosa, llena de historia y entretención. Me quedé en un pequeño hotel en el barrio turístico de Sultanahmed, a una cuadra de Santa Sofía y la Mezquita Azul. Durante una semana dejé los pies en las calles visitando los miles de monumentos históricos y disfrutando del hermoso paisaje del Cuerno de Oro y el mar Mármara.
Estambul lo tiene todo; cafés, restoranes, puerto, vida nocturna y paisajes, mezclados con historia y cultura. Y los turcos parecen personas agradables y dispuestas a ayudar en todo lo necesario. Nunca había comido tantos baklawas y dulces cuyos nombres ni siquiera puedo repetir.
Estambul me había cautivado completamente, pero luego de una semana ahí decidí que era tiempo de visitar Capadoccia. No podía perderme esos paisajes de los que tanto me habían hablado. Lo interesante de visitar la zona central de Turquía en invierno es el paisaje: me tocó completamente cubierto de nieve. Capadoccia es algo especial. Las enormes ciudades subterráneas junto con los montes antiguamente habitados por monjes, dibujan un panorama incomparable.
Cuando volví a Estambul, tomé el avión hacia París y luego seguí hacia Chile. La aventura había finalizado, pero la experiencia quedaría. Medio Oriente estaba en mi corazón.