SANTIAGO.- A propósito del estreno del filme "Hannibal", le entregamos un extracto de la novela de Thomas Harris, cuyos derechos fueron vendidos en US$10 millones al productor Dino de Laurentis. Se trata del encuentro entre la agente Clarice Starling y Mason Verger, la única víctima sobreviviente del caníbal siquiatra.
En Chile, la saga de "El silencio de los inocentes" fue editada en 1999 por Grijalbo siendo éxito de ventas en el género de best sellers. Y este capítulo refleja lo macabro y morbo que aparece cotidiano y normal en el protagonista. También explica la sed de venganza por parte de Verger.
EXTRACTO DE NOVELA
El rostro de Starling permaneció impasible. La mano que sostenía el micrófono hizo un amago de retroceder, apenas un par de centímetros.
Lo primero que pensó no tenía relación con lo que sentía en pecho y estómago; se dio cuenta de que las anomalías de su forma de hablar se debían a que no tenía labios. Después, comprendió que no estaba ciego. Su único ojo azul la miraba a través de una especie de monóculo al que estaba conectado un tubo que mantenía húmedo el globo sin párpado. En cuanto al resto, años atrás los cirujanos habían hecho todo lo humanamente posible aplicando amplios injertos de piel sobre los huesos.
Mason Verger, sin labios ni nariz, sin tejido blanco en el rostro, era todo dientes, como una criatura de las profundidades marinas. Acostumbrados como estamos a las máscaras, la conmoción ante semejante vista no es inmediata. La sacudida sólo llega cuando comprendemos que aquél es un rostro humano tras el cual hay un ser pensante. Nos produce escalofríos con sus movimientos, con la articulación de la mandíbula, con el girar del ojo para mirarnos. Para mirar una cara normal.
El cabello de Mason Verger era hermoso y, sin embargo, era lo que más difícil resultaba mirar. Moreno con mechones grises, estaba trenzado formando una cola de caballo lo bastante larga como para alcanzar el suelo si se la pasaran por detrás del almohadón. En ese momento estaba enroscada sobre su pecho encima del respirador en forma de caparazón de tortuga. Cabello humano creciendo de un cráneo arruinado, con las vueltas brillando como escamas superpuestas.
Bajo la sábana, el cuerpo completamente paralizado de Mason Verger se consumía como una vela en la cama elevada de hospital.
Acostumbrada a la luz, una enorme anguila de la especie de las morenas salió de las rocas del acuario e inició su incansable danza circular; parecía una cimbreante cinta marrón con un hermoso diseño de manchas claras distribuidas irregularmente.
Starling era consciente de su presencia en todo momento, pues se movía en la periferia de su campo de visión.
-Es una Muraena kidako dijo Mason. Hay una todavía mayor en cautividad, en Tokio. Esta es la segunda en tamaño. Su nombre vulgar es murena asesinaz. ¿Le gustaría ver por qué?
-No dijo Starling, y pasó la hoja de su libreta. De forma que, mientras seguía la terapia decretada por el juez, señor Verger, invitó al doctor Lecter a su casa.
-Ya no me avergüenzo de nada. Estoy dispuesto a contárselo todo. Ahora todo está en regla. Me libraría de todos aquellos cargos amañados por abusos si hacía quinientas horas de servicios a la comunidad, trabajaba en la perrera municipal y asistía a las sesiones de terapia del doctor Lecter. Pensé que si conseguía complicar al doctor de alguna manera, él haría la vista gorda con la terapia y no me delataría si faltaba de vez en cuando o si cuando iba estaba un poco distraido.
-Fue entonces cuando compró la casa en Owings Mills.
-Sí. Le había contado al doctor Lecter todo lo referente a Africa, Idi y lo demás, y le había prometido enseñarle algunas cosas.
-¿Algunas cosas?
-Parafernalia. Juguetes. En aquel rincón está la guillotina portátil que usábamos Idi Amín y yo. Se puede cargar en un jeep y llevarla a cualquier parte, al poblado más remoto. Se monta en quince minutos. El condenado tarda diez minutos en tensarla con un torno, un poco más si es una mujer o un niño. Ya no me avergüenza todo aquello, porque ahora estoy purificado.
-El doctor Lecter fue a su casa.
-Sí, le abrí la puerta vestido de cuero, ya me entiende. Lo observé esperando descubrir alguna reacción, pero no vi ninguna. Me preocupaba que pudiera asustarse, pero no parecía asustado en absoluto. Asustarse de mí... Qué divertido suena eso ahora. Lo invité a acompañarme arriba. Le enseñé los perros que había adoptado en el depósito. Había encerrado en la misma jaula a dos que eran muy amigos, con agua fresca en abundancia pero sin comida. Sentía curiosidad por ver lo que acabaría pasando.
Luego, le enseñé mi instalación de lazos corredizos, ya sabe, asfixia autoerótica; uno se ahorca, pero no en serio, es estupendo mientras... ¿Me sigue?
-Lo sigo.
-Bien, pues él no parecía seguirme. Me preguntó cómo funcionaba y yo le contesté que era un psiquiatra un tanto raro si no lo sabía; y el dijo, y nunca olvidaré su sonrisa: Enséñemelo. Entonces pensé: Ya eres mío.
-Y se lo enseñó.
-No me avergüenzo de nada de ello. Nuestros errores nos hacen crecer. Ahora estoy purificado.
-Por favor, señor Verger, continúe.
-Bajé la horca a la altura del enorme espejo y me la pasé por el cuello. Observaba su reacción, pero no podía adivinar lo que pensaba. Por lo general soy bueno leyendo la mente de los demás. El estaba sentado en una silla, en una esquina del cuarto. Tenía las piernas cruzadas y las manos entrelazadas alrededor de la rodilla. De pronto se levantó y se metió la mano en el bolsillo, todo elegancia, como James Mason buscando el encendedor, y dijo: ¿Quieres una cápsula de amilo?. Y yo pensé: Guau, si me da una ahora, tendrá que seguir dándomelas siempre, si no quiere perder la licencia. Esto va a ser el paraíso de las recetas. Si ha leído el informe, sabrá que había mucho más que nitrato de amilo.
-Polvo de ángel, metanfetaminas, ácidos.... recitó Starling.
-Una pasada, créame. Se acercó al espejo al que me estaba mirando, le pegó una patada y cogió una esquirla. Yo flipaba en colores. Se me acercó y me dio el trozo de cristal. Me miró a los ojos y me preguntó si no me apetecía rebanarme la cara con el cristal. Soltó a los perros. Les di trozos de mi cara. Pasó un buen rato hasta que me la vacié del todo, según dijeron. Yo no me acuerdo. Lecter me partió el cuello con el lazo. Recuperaron mi nariz cuando les lavaron el estómago a los perros en la perrera, pero el injerto no agarró.
Lectura voraz de "Hannibal"