SANTIAGO.- Las velas encendidas, el diminuto ataúd, un set de instrumentos esperan en el escenario a un muerto, al vagabundo que se precia de ser el "mejor amigo del
finao" y, en un principio, también al propio creador de este folclórico y reflexivo montaje: Andrés del Bosque, él mismo -aclara de frentón- "gueón que llamó a Chile endeudarse y me terminaron cagando a mí".
Es la anécdota, trágica por cierto, que vivió este actor, y la rememora con líricos detalles en la tarima del Antonio Varas. Todo para explicar como simple cuidadano el porqué de su obra
El día del juicio, para luego dar paso a la magia de ser otros personajes.
La puesta en escena es sensible -casi lastimera, como cuando hace colecta para paliar una deuda de $12.000.000-, pero no deja de lado en ningún momento el humor. Quizá esto último sea clave en su visión de mundo, una suerte de válvula de escape-del-dolor-e-ingreso-al-amor del actor-personaje.
Del Bosque hace uso de las clásicas décimas para narrar la historia del difunto (hay versos notables y otros refranes campechanos); recupera su histrionismo para encarnar en un cuadro a los dos actores demandantes (he ahí el aludido débito), el abogado querellante y el vago callejero, amigo del difunto que murió de tanta locura y depresión por acreedores y juicios, situación que recrea en un rápido y musical juego de palabras.
Todavía hablamos de un drama, del funeral de cuatro días, "pues después se descompone el muerto", del amigo que se va al más allá sólo con los recuerdos del vagagundo.
No obstante, Del Bosque con la colaboración instrumental de Francisco Sánchez recrea la felicidad de su "yo" interior, pese al drama personal, al lado -recuerda- del enorme presupuesto de las Fuerzas Armadas; el poco financiamiento a la cultura, los muertos en La Moneda, los compromisos financieros con intereses de todos los chilenos... lo suyo es nada.
Y lo mira con la picardía del huaso ladino, haciendo una viaje a la Tierra de Jauja, en que se permite mirar con belleza la aborrecible realidad. Se da tiempo, a modo callejero al igual que en su antigua compañía Circo Imaginario, de interactuar con el público. Les habla, en serio y en broma, ora Andrés del Bosque, ora el protagonista de la obra. Baila cueca con una muchacha y pide un minuto de silencio, que se sumará a otros 26 ya grabados "aunque ninguno difiere mucho del otro".
No faltan los ruidos, las risas, y él -ya se confunde el actor del personaje- con la respuesta inmediata: "No falta el gueón que la caga". Intento una y otra vez, pero es complicado guardar silencio cuando arriba, en las tenues luces y con sones de acordeón, cuatro, bombo, maracas, un vago y una marioneta ofrecen al respetable a un "nguillatún" criollo: mantenerse alegre, a pesar de los pesares, cantaría Pablo Milanés.
Aunque, por momentos, se alarga en demasía la rutina narrativa -igual hay cansancio en el actor-,
El día del juicio tiene el mérito de mostrar la idiosincrasia chilena, con sus defectos y virtudes. Y como, pocas veces, disfrutar de un poético y lúdico texto teatral, que rescata dichos, rituales, sonidos y miradas, todos básicos componentes de lo que somos. Más allá de las deudas, por cierto.