SANTIAGO.-
Anton Chéjov (1860-1904) es reconocido como "representante original del impresionismo" y un fiel cuentista en su Rusia natal y el resto de Europa que, a pese a ser un autor de finales del siglo 19, abordó temas tan claves de la vida humana que aún están vigentes en esta centuria.
Por ello, editorial Cuarto Propio no escatimó esfuerzos de traducción para publicar en la colección Huellas de Siglo
"El delincuente y otros cuentos", una fina selección de narraciones de quien llegase a ser médico y por un desenlace fatal de algunos pacientes dejó los remedios por una máquina de escribir.
Su visión, muchas veces cruda, de la realidad zarista, más los cambios sociales y económicos, lo llevó a ser la voz de los más desamparados. Y
emol.com entrega en exclusiva el relato
El gordo y el flaco para que sus lectores conozcan la pluma de este autor, fallecido de tuberculosis a los tempranos 44 años.
EL GORDO Y EL FLACO
"En la estación del ferrocarril de Nicolaevski se encontraron dos amigos: el uno era gordo y el otro flaco. El gordo acababa de comer en la estación, y sus labios, húmedos de grasa, relucían como dos cerezas maduras. Exhalaba un olor a jerez y azahar. El flaco, que se apeaba en aquel momento del vagón, iba cargado de maletas, bultos y cajas y olía a jamón y a posos de café. Tras él asomaba una señora delgadita y de larga barbilla, su mujer, y un alto colegial que guiñaba un ojo, su hijo.
-¡Porfirii! -exclamó el gordo al ver al flaco-. ¿Es posible que seas tú?... ¡Alma mía!... ¡Cuántos años!...
-¡Dios mío! -se asombró el flaco-. ¡Mischa!... ¡Amigo de la infancia! ¿De dónde sales?...
Ambos amigos de la infancia se abrazaron hasta tres veces y fijaron sus ojos llenos de lágrimas el uno en el otro. Ambos se sentían gratamente aturdidos.
-¡Querido mío! -empezó a decir el flaco después del abrazo-. ¡Esto no lo esperaba! ¡Qué sorpresa!... A ver..., ¡mírame bien!... ¡Tan guapo como antes!... ¡Tan encantador y tan petimetre!... ¡Oh Dios mío!... Bueno ¿y qué es de ti?... ¿Rico?... ¿Casado?... Yo, como ves, ya lo estoy. Esta es mi mujer, Luisa, nacida Vanzenbaj..., luterana... Este es mi hijo, Nafanail, alumno de tercer año... ¡Y este, Nafania, es mi amigo de infancia!... ¡Estudiamos juntos en la escuela!
Nafanail, pensativo, se quitó la gorra.
-Estudiamos juntos en la escuela -repitió el flaco-. ¿Te acuerdas cómo te impacientabas cuando te llamaban Eróstrato porque habías quemado con el cigarrillo un libro oficial?... A mí me llamaban Efialtes porque me gustaba acusar. ¡Ja, ja!... ¡Qué chiquillos éramos!... ¡No tengas miedo, Nafanail! ¡Acércate a él!... Esta es mi mujer nacida Vanzenbaj..., luterana...
Nafanail, después de pensarlo de nuevo, se escondió tras la espalda de su padre.
-¡Bien!... ¿Y qué tal vives tú, amigo? -preguntó el gordo, contemplándole con admiración-. ¿Trabajas? ¿Prosperaste?...
-Sí, amigo, sí trabajo... Ya va a hacer dos años que soy asesor colegiado y tengo la Estanislao (1). El sueldo es flojo, pero... ¡qué se le va a hacer!... Mi mujer da lecciones de música, y yo, en los ratos libres, hago pitilleras de madera. ¡Unas pitilleras magníficas! Las vendo a un rublo la pieza... Y al que me lleva diez... o más de diez... le hago un descuento. Total, que nos defendemos. Estaba en la Delegación, pero ahora me han trasladado aquí, al mismo departamento. Y aquí seguiré trabajando... Pero bueno..., ¿y tú? Seguro que ya eres consejero civil... ¿Eh?... ¿A que sí?... ¿No?...
-No querido. Sube un poco más -dijo el gordo-. He llegado a consejero secreto. Tengo dos estrellas...
El delgado palideció súbitamente y quedó petrificado, pero pronto en su rostro, y esparciéndose en todos sentidos, vino a dibujarse una ancha sonrisa. Diríase que sus ojos y todo su semblante irradiaban chispas. Todo él se encogió, se encorvó... Sus maletas, bultos y cajas se encogieron y se arrugaron... La larga barbilla de su mujer se alargó todavía más. Nafanail se cuadró y se abrochó todos los botones del uniforme.
-Yo..., excelencia... ¡Oh, qué satisfacción!... ¡Un amigo... de la infancia, puede decirse..., y que resulte ser un personaje!... ¡Je..., je!...
-Basta..., ya está bien -dijo el gordo con un gesto de desagrado-. ¿Por qué empleas ese tono? ¡Somos amigos de la infancia, y esa apreciación de las categorías está fuera de lugar!
-¡Por Dios!... ¡Qué está usted diciendo! -contestó con una risita el flaco, encogiéndose todavía más-. La generosa atención que su excelencia me presta es para mí algo así como un licor vivificante... Este, excelencia, es mi hijo Nafanail... Mi mujer, Luisa..., luterana, hasta cierto punto...
El gordo quiso replicar algo, pero el rostro del delgado expresaba tal veneración..., tal dulzura..., tan respetuosa actitud... que el consejero secreto sintió náuseas. Volviendo la cabeza, tendió una mano para despedirse.
El delgado estrechó los tres dedos, saludó con todo su cuerpo y con la risita de un chico rió:
-¡Je..., je..., je!...
La mujer sonrió. Nafanail chocó los talones y dejó caer la gorra. Los tres estaban gratamente aturdidos.
(1) Condecoración.
Traducción: E. Podgursky y A. Aguilar