SANTIAGO.- Heredia está de regreso. Para agosto está contemplado lanzar al mercado la novela "El ojo del alma", lo más reciente de Ramón Díaz Eterovic sobre las oscuras andanzas del detective más conocida de la narrativa chilena.
La historia se centra en la desaparición de un personaje, dirigente político, que por esas cosas del destino comparte foto con Heredia y otro amigo. De la postal fotográfica, ya no están en este mundo dos, marcados con una cruz.
Surgen muchas interrogantes, y Heredia decide escarbar en su pasado universitario para averiguar qué pasó con las demás que están en la gráfica, sin sospechar en la trama de espías y contingencia política que se mete. Aquí,
emol.com adelanta el primer capítulo del libro.
EL OJO DEL ALMA
"Era una tarde fresca, al inicio del otoño. Un manchón de nubes anaranjadas parecía adormecido sobre el fondo azul del cielo y por la ventana del departamento entraba el bramido de la calle, atestada de automóviles y gente. Un sinfín de rostros anónimos; muecas que se adivinaban a la distancia y palabras agresivas, a flor de labios, para manifestar, de un momento a otro, la ira que todos llevaban dentro de sí, en una ciudad donde la paz es un bien escaso y cada transeúnte parece portar una bomba de tiempo en su interior; las ganas de herir, con golpes o palabras, a cualesquiera de esos rostros sudorosos que se cruzan y entremezclan, en un ir y venir cada día más urgente y desesperado.
A lo lejos, bordeando las riberas del Mapocho, los árboles viejos y frondosos se mecían al vaivén de la brisa. Imaginé sus hojas a punto de caer y por un segundo pensé en pasear bajo esos árboles, acompañado de una muchacha de sonrisa fácil. En el departamento dormitaban los muebles de costumbre: una mesa de madera, cuatro sillas, las estanterías repletas de libros y mi escritorio metálico, de funcionario público, adquirido por dos chauchas en una casa de remate del Barrio Franklin. Desde el equipo de música instalado junto al escritorio salía el murmullo de las "Variaciones de Golberg" que escuchaba con la intención de atrapar por unos minutos la magia de Bach. Un paréntesis para luego volver al verso triste de los tangos que solía escuchar para alentar la nostalgia, el dolor que arrastraba sin otra explicación que la vida misma.
Simenon, mi gordo gato blanco, estaba fuera del departamento, estirando sus extremidades por los techos del edificio, cada día más repletos de antenas de televisión por cable, parabólicas y ductos de aire acondicionado. Cada tarde y a la misma hora, salía de paseo y regresaba con los reclamos de un animal que, según las equivalencias descritas en una enciclopedia sobre gatos que había leído en la Biblioteca Nacional, estaba próximo a los sesenta años de cualquier ser humano. Quince años más que los míos, maltrechos por el exceso de cigarrillos, alcohol y causas perdidas a las que adhería desde mi oficina de investigaciones legales, como rezaba la placa colgada en la puerta del departamento.
Estaba solo y eso no era ninguna novedad que alterara mi rutina diaria del último año. Solo, mientras afuera, en la calle, se repetía el coro de las pequeñas y grandes injusticias, y las portadas de las revistas mostraban las imágenes de un país de apariencias y estúpidas fantasías. Llevaba mucho tiempo sin nadie a quien confiar mis sentimientos. Dagoberto Solís, mi amigo policía al que había conocido trabajando como inspector en mi colegio y luego reencontrado en la universidad, estaba muerto; Anselmo, el suplementero del barrio, se había casado con una adivina y residía en Viña del Mar, cerca de las olas y de una oficina de apuestas hípicas. Griseta, la muchacha que años atrás entrara a mi vida como un ventarrón, era una ausencia que a diario me proponía olvidar. Y en la soledad envejecía como una planta de geranios a la que nadie se interesaba en regar. Mis pupilas se cansaban al leer los libros que atiborraban las estanterías de la oficina, los kilos encogían mis desgastados ternos y en mi barba que rasuraba con esmero, descubría nuevas canas cada mañana. Con paciencia y algunos años más, podría trabajar de Viejito Pascuero, acariciando niñitas ilusionadas en cualquier esquina de la Plaza de Armas. El tiempo hacía su juego mientras mis pasos corrían al ritmo de historias rutinarias y otras no tanto, en las que me inmiscuía con la discreción de una vecina copuchenta, y que, de tanto en tanto, recreaba en borrosos relatos que al ritmo de dos o tres copas por reunión, contaba al escritor de aspecto cansado que solía encontrar en el City Bar, acompañado de una copa de vino, en cuyo fondo parecía estar buscando algo que ni el mismo sabía de qué se trataba. Lo demás era sobrevivir, como el mayordomo que custodiaba la entrada de mi edificio de la calle Aillavillú con Bandera; el vecino que cada día, a las seis, marchaba a su trabajo en una fábrica de ollas y sartenes, o las ocho mujeres que en el departamento vecino animaban el espectáculo del cabaré "La Dalia Azul".
Las "Variaciones de Golberg" llegaron a su fin, y cuando me disponía a escuchar otra cinta de Bach, oí que golpeaban a la puerta del departamento, y de inmediato, se abrió y apareció la sonrisa de Marcos Campbell, el amigo periodista al que me unían unos años de bohemia universitaria y la historia de un abogado asesinado en el barrio, a causa de ciertos negociados en la construcción de un gasoducto.
Campbell era delgado y no medía más de un metro sesenta. Fiel a su estilo, lucía su barba descuidada y sus ojos, negros y vivaces se movían de un punto a otro, curiosos e incansables. Vestía camisa de color azul paquete de vela y una corbata roja con la imagen del Ratón Mickey multiplicada hasta el infinito. Editaba un semanario que a duras penas sobrevivía con el avisaje comercial de los restaurantes, talleres mecánicos y bares ubicados en el barrio Diez de Julio. Además, redactaba por encargo publicaciones sobre temas que iban desde memorias institucionales hasta catálogos sobre insectos en la Patagonia o la importancia del salmón en la economía del sur de Chile. Como él solía decir, bastaba que alguien pagara sus servicios, para que su imaginación volara con vigor. Y si eso ocurría, pegaba un billete de diez mil pesos en la parte superior de su computadora, y bajo el influjo del aroma del dinero escribía apasionadamente, como si durante toda su vida no hubiera hecho otra cosa que esperar una oportunidad para escribir sobre el tema de turno. Era el tipo más optimista y alegre que había conocido nunca y conversar durante una hora con él me producía el mismo entusiasmo que beber dos copas de vino.
Campbell avanzó hasta el mueble donde solía guardar mis botellas de licor, y sacó de su interior una desolada botella de vino.
-Solías beber jarabes más fuertes y aguerridos. ¿Tan mal van las cosas, Heredia?
-Ultimamente prefiero contribuir al desarrollo de la industria nacional.
-En cambio yo sigo fiel a mis dogmas: vodka o nada. ¿Dónde está la botella de vodka que traje en mi última visita?
-En la biblioteca, detrás de las obras de Charles Dickens.
-"Los papeles póstumos del Club Pickwick", un libro lo suficientemente voluminoso como para esconder algo más que una petaca -sentenció Campbell luego de encontrar la botella de vodka y encaminarse hacia la cocina del departamento.
-Un gran libro, aunque mis libros favoritos de Dickens son "David Copperfield" y "Oliver Twist, el hijo de la parroquia".
-Sé que el viejo Dickens te trastorna, pero no vine a conversar de literatura -agregó cuando estuvo de regreso, y al tiempo que me pasaba una copa.
-¿Cuál es tu problema? -pregunté-. Vienes a mi departamento a una hora en la que sueles trabajar y haces el esfuerzo de servirme una copa. En tu caso, eso es motivo de sospecha.
-¿Te acuerdas cuándo nos conocimos, Heredia?
-1974. Yo me había reincorporado a la Escuela de Derecho y tú en el segundo año de tu carrera de periodista. Para ser más preciso, nos conocimos en la fiesta de recepción a los estudiantes novatos. Yo trataba de conquistar a una morena que venía de Talca, y tú habías ganado una carrera de burros; como jinete, desde luego.
-Sí, es verdad que ahí nos conocimos, aunque estaba pensando en el grupo de aspirantes a poetas que nos reuníamos en "El Solitario", el bar que estaba ubicado cerca de la Escuela de Derecho. Formábamos un lindo grupo, unido y alegre pese a las circunstancias de la época. Te extrañamos cuando dejaste los estudios y nunca más volviste a aparecer por el lugar.
-No sería por mis poemas que me extrañaban.
-Claro que no. Aunque debo reconocer que no eran de los peores que se leían en ese bar -dijo Campbell, y luego de reprimir una sonrisa, agregó- ¿Recuerdas a Traverso?.
-Andrés Traverso. El único del grupo que más tarde logró ocupar algunos titulares periodísticos. Incluso una vez lo vi en un programa de televisión. Recuerdo que siempre andaba con ganas de hablar de cosas graves, como si fuera su responsabilidad solucionar los problemas del mundo. Un tipo simpático, del que tengo buenos recuerdos. ¿Qué pasa con él?
-Desapareció hace una semana.
-¿Cómo? ¿Por qué dices que desapareció?
-Los detalles te los contará la visita que llegará en media hora -agregó Campbell, misterioso, y al tiempo que miraba su reloj.
Díaz Eterovic vuelve con Heredia y en varios idiomas
La intriga política de "El ojo del alma"