Francisco Gutiérrez D.
16/7/2003
El montaje de “Los Capuletos y los Montescos” (1830) es un novedoso e importante aporte del Teatro Municipal a la ampliación del conocimiento de Vincenzo Bellini. La estructura musical y dramática de esta ópera presenta características diferentes a las más conocidas del autor, particularidad que fue sabiamente considerada en la interpretación general de esta versión. Tanto la escenografía de Pablo Núñez como la dirección escénica de Gianfranco Ventura abordan la obra no tanto como una exposición secuencial del drama, sino más bien como una serie de cuadros musicales que ahondan en las circunstancias que impiden la relación entre los famosos amantes y desembocan en su trágica muerte. Núñez presenta un original y significativo marco escénico, sencillo pero especialmente apropiado a la expresión de los estados de ánimo de los personajes y a la ambientación del drama, magníficamente realzado por un vestuario de hermoso diseño y colorido y por efectos de fuerte dramatismo. Su labor culmina en una escena final de significativa pureza, pero, al mismo tiempo, de angustiosa opresión, subrayada por la correcta iluminación de Ramón López.
La regie de Ventura sigue la misma pauta, evitando toda grandilocuencia inútil y centrando la sobria expresión actoral en el reflejo de las reacciones interiores de los personajes.
Belleza melódica
La dirección musical de Maurizio Benini, destacado especialista en el repertorio italiano de la época, demuestra también que Bellini en esta ocasión, conservando su característica belleza melódica, subraya musicalmente algunos aspectos dramáticos en forma diferente, con una sobria expresión interior que se manifiesta en numerosos detalles vocales del recitativo o instrumentales. Su dominante dirección musical se caracterizó por un concentrado y reposado lirismo, sin descuidar el necesario contraste en la energía de los conjuntos y otros puntos de mayor agilidad musical. Su dirección contiene expresiones de hondo dramatismo en la escena final, en franca oposición con los conceptos tradicionales de excesiva suavidad en este tipo de obras, pero que innegablemente existen en la partitura y pueden destacarse en forma diferente y más significativa. La Orquesta Filarmónica respondió con eficacia a la experta batuta de Benini, destacándose algunos solistas instrumentales.
Carmen Oprisanu (Romeo) y Nicoleta Ardelean (Julieta) se complementaron con eficacia en una interpretación de genuino sentido estilístico de la pareja central. La primera, que posee una figura ideal para representar un adolescente masculino, es dueña de un hermoso timbre de mezzo-soprano que se proyecta bien en el centro de la tessitura vocal, aunque pierde firmeza y claridad de emisión en las notas graves y presenta cierta dificultad al abordar los agudos extremos, lo que se hizo patente en su cabaletta “la tremenda, ultrice spada” de la primera escena y que corrigió en parte en las escenas siguientes, culminando su actuación con una interpretación conmovedora de la escena final, tanto musical como escénicamente. La soprano trazó una delicada Julieta, vocalmente muy adecuada, aunque de volumen limitado, que usa sus facultades con acierto y consigue una sobria expresión dramática. El joven tenor David Miller (Tebaldo) impresionó muy favorablemente por su dominio del estilo musical, por su timbre incisivo y claro y por su actuación de convincente sentido dramático. Giovanni Battista Parodi (Capellio) y Carlos Esquivel (Lorenzo) brindaron un importante apoyo a las figuras principales en sus breves pero importantes roles.
El Coro partió con cierta imprecisión en el difícil conjunto inicial pero luego logró su excelente nivel habitual, terminando con una emotiva y muy musical participación en la escena final.